Cuando la acción directa es la única esperanza

La Recacha

Cada vez me cuesta más confiar en la política institucional. Cada vez me cuesta más creer que los partidos políticos (buena parte de ellos nido de auténticos vividores de lo público) tienen entre sus prioridades la construcción de una sociedad más justa, el fin de los abusos del poder, el bienestar de las capas de población más desfavorecidas.

Y sí, soy consciente de que el discurso de «todos los políticos son iguales» es peligroso y, probablemente, injusto. Pero es que la realidad es tozuda, y, aunque haya políticos honestos, personas que no pretenden medrar ni hacer del politiqueo un medio de vida, sino que realmente creen que desde el institucionalismo se pueden (y deben) solucionar los problemas de la gente con verdaderos problemas, la observación y la experiencia me dicen que el reformismo es tan exasperantemente lento que para poner remedio a situaciones de emergencia lo único que vale es la acción directa.

Sí, esa que el sistema, con el asentimiento de la gente de orden (de la ideología que sea), nos vende como inadmisible, pues atenta contra el estado de derecho y toda esa palabrería que sólo hace que proteger a quienes llevan siglos pisoteando a su conveniencia el tal estado de derecho.

Acción directa. La ciudadanía marcando el paso, asumiendo la supuesta responsabilidad de las instituciones que, sepultadas bajo toneladas de burocracia e intereses oligárquicos, han dimitido de sus funciones.

Os voy a hablar de dos ejemplos que, desde mi punto de vista, corroboran este planteamiento. Y gracias a que existen, estos y otros, porque sólo así se explica que no haya saltado ya todo por los aires.

Uno es mucho más conocido que el otro; de hecho, es tan conocido que se ha convertido en un verdadero quebradero de cabeza para la maquinaria burocrática e institucional europea. Se trata de la labor humanitaria que lleva a cabo la ONG catalana Proactiva Open Arms salvando vidas en el Mediterráneo. Lo que empezó siendo la actuación casi desesperada de unos pocos voluntarios espoleados por las imágenes de sufrimiento de quienes intentaban alcanzar las costas griegas huyendo del horror de la guerra, se ha transformado en una organización reconocida en todo el continente, que cuenta con el apoyo económico y la simpatía de miles de personas.

Que una pequeña entidad surgida de la buena voluntad de ciudadanos anónimos esté haciendo más por salvar vidas que una macroorganización supraestatal como la Unión Europea, para la cual esos seres humanos desesperados no son más que un engorro, y, sobre todo, que esté logrando un nivel de repercusión social y mediática tan alto, es una bofetada tan bestial al sistema que no pueden más que buscar la manera de inhabilitarla.

Hace unos días, después de salvar de morir ahogadas a más de doscientas personas que huían de quién sabe qué horrores, el barco de Proactiva Open Arms fue retenido en un puerto italiano, y su tripulación acusada de promover la inmigración clandestina, una táctica que ya han padecido otras organizaciones, el objetivo de la cual, resulta obvio, es impedir que continúen rescatando a personas en el Mediterráneo.

La UE pretende, como hizo con el acuerdo con el gobierno fascista de Turquía (que en estos momentos está masacrando a la población civil kurda en el norte de Siria), despachar por la puerta de atrás el asunto de los exiliados que se lanzan al mar con la esperanza de arribar a Italia. Pretende que el trabajo sucio lo haga Libia, un estado fallido donde operan a sus anchas las mafias esclavistas. La mayoría de esas personas huyen de Libia, prefieren arriesgarse a morir ahogadas antes que regresar a ese infierno para los derechos humanos.

En cualquier caso, Proactiva Open Arms ha logrado tal grado de prestigio social y cuenta con tanto apoyo (incluso institucional, por parte de ayuntamientos y gobiernos autonómicos), que si no puede continuar su labor con el barco retenido, lo hará con otros. No le van a faltar ni aportaciones económicas ni voluntarios.

Eso sí, su actuación no es más que un parche; necesario, que debería sacar los colores a muchos, pero un parche al fin y al cabo, pues el verdadero drama es que miles de personas se arrojen al Mediterráneo cada año ante la indiferencia de quienes, en buena medida, son responsables de las causas que los llevan a arriesgar sus vidas agarrándose a un hilo de esperanza casi invisible.

Esperanza. Bonita palabra, tan necesaria en esta época aciaga en que, si uno levanta la vista, resulta tan difícil tenerla. Comunidad La Esperanza se llama la protagonista del segundo ejemplo del que quería hablaros, mucho menos conocido y mucho más modesto, pero igualmente incómodo para el institucionalismo, y necesario.

Se trata de la comunidad de vecinos autogestionada más numerosa de España. Más de doscientas personas que protegen su dignidad ocupando cuatro bloques de viviendas abandonados que pertenecen a la SAREB (el banco «malo» que creó el gobierno español para asumir el agujero negro de la burbuja inmobiliaria, consecuencia de la codicia de las entidades financieras, pero que asumimos todos como buenos ciudadanos), ubicados en el municipio grancanario de Guía.

Mujeres víctimas de la violencia machista, con hijos, personas enfermas, parados de larga duración, víctimas de desahucios, madres solteras, indigentes, migrantes dan vida a La Esperanza y La Esperanza les da la vida, una vida de la que son responsables, que construyen con su esfuerzo, en los límites del sistema, apoyándose unos en otros y, probablemente, recibiendo poca comprensión por parte de la ciudadanía «normal».

Aunque la comunidad existe desde hace cinco años, yo la acabo de descubrir gracias a las redes sociales, a una de las cuentas de Twitter más activas, constructivas y edificantes que se pueden encontrar, la de la Federación de Anarquistas Gran Canaria (FAGC). La FAGC es el germen de La Esperanza y del Sindicato de Inquilinos de Gran Canaria, aplicaciones prácticas y útiles del anarquismo, ese concepto que provoca tantos sarpullidos y que, por tanto, se han encargado de envenenar para que genere rechazo incluso entre quienes deberían abrazarlo como única salida en una sociedad que condena a la miseria, el desencanto y la inacción a tantísimas personas.

Para profundizar en la FAGC y en sus iniciativas os recomiendo vivamente la entrevista que La Directa publicó hace un par de semanas con uno de sus portavoces, Ruymán Rodríguez (que contribuí a traducir al castellano), así como a seguir muy de cerca el proyecto de la productora independiente InèrciaDocs para la realización del documental Precaristas, sobre la lucha por el acceso a la vivienda que lleva a cabo el Sindicato de Inquilinos. Lo van a producir mediante crowdfunding, y lo doy por hecho porque ya han conseguido el dinero necesario gracias a la aportación de más de un centenar de mecenas (podéis contribuir en Verkami).

Obviamente, las experiencias exitosas de anarquismo no son una buena noticia para el sistema (ni aunque sus protagonistas ni siquiera se planteen que son anarquistas), así que el institucionalismo pondrá todas las trabas que haga falta para lograr que fracasen. Es el caso de La Esperanza, y es lo que me ha decidido a dedicarles este modesto espacio.

Hace una semana, Unelco, la filial canaria de Endesa, les cortó la luz. Sí, claro, estaban enganchados ilegalmente, aunque la comunidad haya insistido en que los den de alta y hayan hecho múltiples gestiones ante las administraciones, sin éxito, para regularizar su situación. Al institucionalismo no le importa que allí vivan niños, ancianos o enfermos. Lo que importa es que no cumplen las normas, no son el modelo de vecinos que conviene y, por tanto, mejor que se larguen. Y si para lograrlo los tienen que dejar sin luz y agua (las viviendas se abastecen mediante bombeo eléctrico), pues se hace.

Lo que pasa es que cuando a uno ya no le queda más que la dignidad, no pierde nada por defenderla, y esa gente, que llegó a La Esperanza desesperanzada y quizás desesperada, ahora tiene algo muy importante por lo que luchar: no sólo su dignidad, sino ese hogar que lo es gracias a su propio esfuerzo. Esa gente fue rechazada por un sistema que ahora les dice que sólo se puede vivir dentro de sus márgenes. Resulta tan absurdo que no puedo más que apoyar su lucha.

En las Islas Canarias hay 138.000 casas vacías y se producen quince desahucios diarios. Los cuatro bloques que ocupa La Esperanza los dejaron a medio acabar cuando la vivienda dejó de ser un negocio rentable, y, sin embargo, alguna ley ridícula protege que una propiedad que debería servir para cubrir una necesidad social permanezca deshabitada. Los ladrillos por delante de las personas. Y cuántos potenciales usuarios de iniciativas como La Esperanza aplauden que sea así…

De frenopático.

Mucha fuerza, compañeras.

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