Apuntes de teoría crítica para una cultura descolonizada: ¡Abajo el eurocentrismo!

Edward W. Said

Hasta el siglo XVIII se consideraba que las artes debían proporcionar belleza además de utilidad moral, dulce et utile. El temor de Platón respecto de la poesía está basado en la sospecha de que el poder seductor del arte nos superaría y que le restaría peso a lo bueno y a lo verdadero como objeto de la poesía; de hecho, en el Ion, el ataque de Platón a la inspiración intenta mostrar que el impulso artístico puede ser tan poderoso como para asociarse no sólo con la ignorancia, sino también con la irresponsabilidad. Pero incluso la crítica platónica del arte suscribe la relación estrecha entre el arte y una utilidad, si no filosófica, moral. Por siglos esto llevó a exaltar la condición profética del poeta, aunque críticos modernos como Nietzsche hayan encontrado en el arte clásico y renacentista un subtexto profundamente subversivo. Tal como lo muestra Werner Jaeger, el concepto de paideia (educación) incluía las artes como parte del currículo; esto permaneció en la tradición europea desde el período clásico hasta el Renacimiento. El papel histórico de figuras tardías como Erasmo o Scaliger fue esclarecer el componente esencialmente moral y ético de las artes.

Un cambio fundamental se produce en el ocaso del siglo XVIII, aunque se puedan encontrar elementos más temprano en el siglo, tal como Frank Manuel lo muestra en The Eighteenth Century Confronts the Gods. En las obras de importantes artistas y pensadores románticos —como Wordsworth, Coleridge, Blake, Schiller, Beethoven, Kant, Hugo y muchos otros-, el campo estético adquiere autonomía, y ya no se encuentra ligado por fuerza a la moral y la mímesis, tal como sucedía anteriormente. Numerosas investigaciones del siglo XX se han dedicado a estudiar este cambio, que ahora está fuera de duda. Pienso en El espejo y la lámpara, de M. H. Abrams (1), en Las pasiones y los intereses, de Albert Hirschman (2) o muchas obras de Michel Foucault. La novedad es que la expresividad, ya no el realismo mimético o la utilidad moral, se convierte en la tarea central del artista. Una revolución en el gusto y en el estilo estético lleva al público a considerar al artista corno un ser especial, alguien que gracias a su genio y poder de expresión crea obras que celebran la fantasía, la creatividad, la ingenuidad y la originalidad. La naturaleza es a menudo la fuente principal de las obras de arte, cuya coherencia y sentido dependen, sin embargo, de la capacidad plasmadora del artista. Uno de los profetas de este asombroso cambio de perspectiva es el filósofo y retórico napolitano Giambattista Vico, que, en su tercera edición de su Ciencia nueva (publicada de modo póstumo en 1745), describe la mente humana como poética por naturaleza. Como la de los románticos, la obra de Vico ofrece una crítica ideológica de las certezas de la Ilustración, en especial de aquellas que sostenían que la naturaleza humana y los preceptos morales eran entidades estables y cognoscibles.

En un provocativo libro de 1989 titulado Fuentes del yo, (3) el filósofo canadiense Charles Taylor relaciona la revolución romántica con un cambio en la concepción de la identidad humana:

“La revolución expresiva constituye una revolución ingente en la moderna interioridad posterior a Agustín, en su camino hacia la autoindagación […] El intento de explicación de nuestro moderno sentimiento de la profundidad interior es uno de los temas principales de la cuarta parte, pero podemos ahora reconocer lo que está en la base de ese sentimiento. Vimos las bases de una fuerte orientación hacia la interioridad en las elaboraciones de Agustín realizadas por Descartes y Montaigne, y en las prácticas desinteresadas de autorrenovación, y de autoindagación religiosa y moral que surgieron a comienzos de la Edad Moderna. Pero recién con la idea expresiva de la articulación de nuestra naturaleza interior encontramos los cimientos para construir este dominio interno con profundidad, o sea, un dominio que abarca aun más de lo que jamás podremos articular, y que se extiende incluso más allá del último confín de nuestras posibilidades de expresión.”

En la modernidad y la posmodernidad, la imagen es más compleja. Taylor afirma que las fuentes morales del yo desarrollan conflictos internos que colocan la identidad humana muy lejos del sujeto heroico y coherente del romanticismo. El instrumentalismo se enfrenta con la expresividad; persisten los reclamos de autoridad religiosos y teístas, junto con reclamos – igualmente imperiosos– nihilistas y antiautoritarios; las actitudes pesimistas y optimistas frente a la realidad no pueden reconciliarse con facilidad. Más o menos lo mismo puede decirse de las obras de arte modernas, uno de cuyos principales rasgos estéticos es la fragmentación, y otro, la necesidad complementaria de construir a partir de los fragmentos una estructura interna consistente. La tierra baldía de Eliot es un ejemplo, así como En busca del tiempo perdido. En la música, el sistema dodecafónico de Schönberg desarrolla, a partir de las inestabilidades de la armonía en el romanticismo tardío, un nuevo método de composición en extremo riguroso, cuyos procedimientos están basados en la disonancia así como en la eliminación de cualquier tipo de trascendencia. Según Adorno, la nueva música representa la crítica más radical de la cultura moderna; por su imposibilidad de ser escuchada, la nueva música desafía las costumbres y los acuerdos de la sociedad de masas. (4)

Arnold Schoenberg, un pionero en la destrucción de los esquemas tonales.

La mayoría de las explicaciones de las diversas transformaciones y contradicciones que aparecieron en las artes y en la concepción de identidad relacionada con las artes no toman en cuenta el surgimiento de las ideas modernas sobre la identidad cultural nacional. El libro de Taylor es un ejemplo perfecto de ello. Él discute la identidad, la moralidad y las artes en un contexto general que parece universal pero que en verdad es profundamente eurocéntrico. De ningún modo intento sugerir que sea incorrecto privilegiar el enfoque de Europa y Occidente; el problema es no ser consciente de que eso es lo que se está haciendo.

Hay que establecer dos puntos importantes. Primero: ninguna identidad cultural aparece de la nada; todas son construidas de modo colectivo sobre las bases de la experiencia, la memoria, la tradición (que también puede ser construida e inventada), y una enorme variedad de prácticas y expresiones culturales, políticas y sociales. Segundo: desde fin del siglo XVIII hasta el presente, las nociones centrales de Occidente, de Europa y de identidad europea occidental se encuentran casi siempre estrechamente relacionadas con el ascenso y la caída de los grandes poderes imperiales de Europa, sobre todo los de Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos. Ninguna descripción de la identidad cultural europea y de las artes puede, en mi opinión, pasar por alto la relación entre cultura e imperio. Además, así como cultura e imperio están relacionados entre sí de un modo que será descrito aquí, también es cierto que las artes se practican y sostienen en un contexto social en que existen profundas relaciones de poder, propiedad, clase y género. Uno de los logros más importantes de los estudios culturales contemporáneos es el desarrollo de un vocabulario conceptual, de varios métodos de interpretación y de un conjunto de discursos destinados a analizar estas relaciones. Creo que sería un gran error no tener en cuenta estos desarrollos absolutamente cruciales para nuestras reflexiones sobre la identidad y las políticas culturales europeas de nuestros días.

Como ejemplo modélico, tómese la distinción entre Occidente y Oriente tal como influyó en el desarrollo de la literatura, la pintura y la música europeas del siglo XIX. Es verdad que desde Heródoto existe una geografía imaginaria –que se renueva de manera constante– que traza una línea divisoria entre Europa y Oriente sobre la base de la diferencia. Pero una distinción más profunda tuvo lugar hacia fines del siglo XVIII. El período se inaugura con importantes cambios en el estilo de conquista imperial, cambios que sucedieron más o menos al mismo tiempo que el pasaje del clasicismo al romanticismo al que ya me he referido. La conquista de Egipto por Napoleón fue llevada a cabo sólo de un modo parcial gracias a la campaña militar (en la que en breve sería derrotado por los británicos). Lo que Napoleón logró fue la traducción cultural de Egipto a un conjunto de representaciones europeas. Esto se realizó por medio de un proyecto científico que se materializó en los pesados volúmenes de La Déscription de l’Egypte, producto de un equipo de botánicos, filólogos, historiadores, musicólogos, anatomistas, arquitectos y geógrafos. Concentrados en lo que era de hecho la antigua civilización de Egipto, los sabios de Napoleón produjeron el retrato de una cultura atemporal. De allí surgió la egiptomanía de las décadas de 1830 y 1840, además de una intensificación de lo que Raymond Schwab llamó la Renaissance orientale. Filología y lingüística, arqueología, etnografía e historiografía fueron transformadas por este movimiento, y todo esto derivó de un modo u otro de la enorme disparidad de poderío entre el Estado imperial y sus súbditos de ultramar. Hacia fines de la década de 1820, Hugo diría en el prefacio de Les orientales, “Au siècle de Louis XIV on était helleniste, maintenant on est orientaliste” (5).

Napoleón Bonaparte en una de las intervenciones mediterráneas en 1798. Aquí un retrato suto frente a una Esfinge egipcia.

Es casi imposible sobrestimar la influencia de esta nueva imagen de Oriente, que recibió tanta atención de los artistas y eruditos, y fortaleció y determinó con claridad el sentimiento de identidad cultural de los europeos en lugares como Argelia e India, donde justificó el colonialismo a gran escala. En la obra de Goethe, Hugo, Lamartine, Friedrich Schlegel y muchos otros, Oriente se convirtió en sinónimo de lo exótico, lo femenino, lo misterioso, lo profundo y lo originario. Y en tanto se promovió la orientalización de Oriente y lo oriental, se desarrolló no sólo un profundo abismo entre las dos identidades culturales supuestas, sino también un fuerte sentimiento de identidad cultural amurallado, esencializado hasta el grado de hacer de Oriente –con su despotismo, sensualidad y fecundidad maravillosos– el gran otro de Europa. Si el escritor o el músico pensaba en Egipto (como en la Aida de Verdi) o en India (como en Lakmé de Delibes) o en Japón (como en Madame Butterfly) o en África del Norte (como en Salambó de Flaubert), todo esto contribuía a una imagen de Oriente de tamaño sobrenatural, y cuya función era garantizar la identidad de Europa como observador, adorador, señor y juez de Oriente. Hegel afirmó que el curso de la historia humana era un camino de Este a Oeste; esto significaba que Oriente representaba una fase importante por la que la cultura occidental tenía que pasar en su marcha hacia cumbres más altas del desarrollo y del progreso tanto histórico como cultural.

Sin embargo, hay grandes diferencias entre el imperio británico y el francés, por un lado, y los imperios precedentes, por el otro. En primer lugar, los imperios anteriores, así como también la Rusia moderna, se apoderaban de territorios adyacentes. Los mongoles y los árabes, por ejemplo, se expandieron, ante todo, conquistando tierras que se encontraban en la cercanía inmediata, y, aunque esto dio por resultado una extensión impresionante de la conquista, siempre se procedía de modo progresivo, por proximidad, por contigüidad directa. A diferencia de esto, los dominios de Gran Bretaña y Francia en el Lejano Oriente, el Caribe, África, y América Latina eran de ultramar, ejercidos desde la metrópoli a una distancia enorme. A pesar de las grandes diferencias en las formas de dominación británica y francesa, sorprende la similitud en la completa discontinuidad geográfica de la relación que mantenían con sus colonias. La segunda diferencia es que, mientras los anteriores colonizadores consideraban sus remotas propiedades como algo que debía ser explotado y luego quizá –como en el caso de España o Portugal– librado más o menos a su suerte, el modelo del siglo XIX era de explotación y control sistemáticos y programados a largo plazo. El dominio británico sobre la India consistía no sólo en un aparato militar, sino también en una red intelectual, etnográfica, moral, estética y pedagógica que servía tanto para persuadir a los colonizadores de su función (y de la continua dedicación a ella) como para intentar asegurar la aquiescencia y el servicio de los colonizados. Llamo a esta red cultura para distinguirla del elemento más puramente económico y político del imperialismo, que ha sido más estudiado y sobre el que se ha escrito mucho más.

Es muy difícil precisar si las justificaciones culturales del imperio precedieron o sucedieron a la conquista fáctica de territorios. Puede asegurarse, sin embargo, que estas justificaciones estaban extremadamente difundidas en la cultura de aquellos días, y acompañaban de modo rutinario aquello que J. R. Seeley, un teórico del colonialismo de fines del siglo XIX, llamó el suceso principal de la historia de Inglaterra: la expansión. En El corazón de las tinieblas, Marlow, el narrador de Conrad, hace la siguiente observación:

“La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo; no una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…” (6)

La observación de Marlow implica que “la idea” es, en parte, fe auténtica en el valor de la colonización y, en parte, engaño, una pantalla que se coloca ante las actividades sórdidas entretejidas con la colonización y la conquista violenta de territorios. Una lectura minuciosa de la obra revela que estos dos aspectos se encuentran íntimamente relacionados y que tal vez sea imposible distinguir uno de otro. La videncia de Conrad en este pasaje se debe, quizá, a que escribía sobre el imperialismo como un outsider (un artista polaco que aprendió inglés recién alrededor de los 21 años y sirvió en la marina mercante británica en el Lejano Oriente), su peculiar punto de vista le permitió percibir las ironías involucradas en la situación; pero aunque fue crítico respecto de las prácticas belgas en el Congo, no logró divisar ninguna alternativa a un mundo dominado por Occidente. Nadie era capaz de hacerlo en esa época: la alternativa debía provenir de las propias colonias, tal como ocurrió con el desarrollo de la resistencia nacionalista y el camino hacia la descolonización y la independencia.

Como Kipling, Conrad es un escritor que considera el imperio como un hecho establecido que ha adquirido un lugar tan prominente en la vida cultural como para justificar que sea el centro de atención. En marcado contraste con ellos, novelistas anteriores del siglo XIX, como Jane Austen, Thackeray y Dickens, se refieren a las remotas posesiones británicas como a un hecho que requiere atención incidental durante el curso principal de la narración. En la novela de Austen Mansfield Park, sir Thomas Bertram, miembro próspero de la nobleza, disfruta su bella propiedad inglesa (Mansfield Park) gracias a una plantación de azúcar que posee en Antigua y visita de tanto en tanto. En La feria de las vanidades, de Thackeray, la mayoría de los miembros de la familia Sedley residió durante un cierto tiempo de sus vidas en la India (y de hecho se los llama nabobs) (7); hacia el final de la novela, vemos al esposo de Amelia Sedley, George Dobbin, ya retirado de su carrera militar, dedicar su tiempo y concentración a componer una historia de Punjab (8). Más interesante es que Dickens en su novela Grandes esperanzas elija la colonia penitenciara de Australia como lugar de exilio del convicto Magwitch, que apoya las pretensiones del joven Pip de ser un gentleman enviándole dinero desde Australia; cuando Magwitch regresa a Inglaterra de manera ilegal, su presencia es utilizada por Dickens para minar las inseguras “grandes esperanzas” de Pip.

Como se enunció en el párrafo, los valores morales y del “hombre dominante” son esenciales en la novela “Robinson Crusoe”.

La novela es de importancia central para el imperio o, mejor dicho, para la cultura imperial y la identidad nacional europea. La primera novela inglesa es Robinson Crusoe, la historia de un individuo de la clase media inglesa que naufraga y llega a una isla desierta y, con el paso del tiempo, convierte toda la isla en su dominio y la transforma para su uso. La narración no sólo registra sus acciones, también le permite asumir la identidad construida de alguien que deviene lo que él ya es a gran distancia del hogar. De hecho, la novela de Crusoe relaciona directamente su existencia con la actividad de dominar un ambiente inhóspito, nativos potencialmente peligrosos y sentimientos de abandono y desesperación. En la década de 1840, la novela se convirtió en la principal forma cultural de Inglaterra, donde un público masivo devoraba las obras inmensamente populares de Dickens, Thackeray, etc., y encontraba en ellas no sólo entretenimiento e instrucción, sino también una consolidación sutil de la estructura dominante de sentimientos, actitudes y referencias. En relación con el mapa geográfico mundial, esta estructura colocó a Inglaterra en el centro del mundo: la metrópoli con distritos lejanos. La metrópoli se relacionaba con éstos por una relación de servicio y utilidad (de acuerdo con los principios del libre comercio) y con los habitantes nativos, a través del dominio y la autoridad. La forma de la novela confirmó y reforzó las estructuras de propiedad y matrimonio que daban su identidad a la sociedad. Así, el sentimiento de ser inglés incluía todo un conjunto de expectativas respecto de los hombres de piel negra, amarilla y marrón, así como la confianza en el derecho británico de controlar lugares muy distantes; éstas eran plasmadas en la narración junto con las ideas de propiedad y matrimonio: en Mansfield Park, la heroína, Fanny Price, recibe como herencia las propiedades de Inglaterra y el Caribe (la plantación de azúcar). (9)

El imperio británico fue el más extenso y el más sistemático en el siglo XIX y, consecuentemente, la clase de actitudes imperiales a las que ya me referí se encuentran por todas partes en el complejo tejido cultural. Ruskin, por ejemplo, comienza sus lecciones de arte en Oxford en el año 1870 con una sonora exhortación a sus oyentes a reproducirse más y crear más colonias en todo el mundo; de este modo, dice, se extenderá por todas partes el valor británico originario, “una raza todavía no degenerada, compuesta de la mejor sangre nórdica […] una fuente de luz para el mundo todo, […] ahora reza nuestro lema ‘domina o muere'”. Las convicciones de Ruskin de que el norte está más desarrollado y por tanto merece gobernar son en esencia también las de Hegel y Marx (10), así como las de Carlyle y Tennyson. No se trata aquí de acusar retrospectivamente a numerosos pensadores brillantes de la derecha, la izquierda y el centro del espectro político; pretendo, en cambio, mostrar la unanimidad del punto de vista y subrayar que la mayoría de los estudios de la cultura europea dejan de lado estas cuestiones, o simplemente las ignoran, como si fueran incidentales o falsas. Por supuesto, no son lo uno ni lo otro. De hecho, uno podría decir sin exagerar que la estructura imperial de actitudes y referencias, mediante la que los europeos y los nativos pudieron conocer y aceptar sus lugares en la jerarquía de valores y poder, era esencial para las principales corrientes de la cultura de la época. El hecho de que esto no haya sido reconocido como corresponde es un indicador de cuán rezagada ha permanecido la historia y el análisis de la cultura respecto de la descolonización política.

La situación francesa es diferente, aunque no menos llamativa por su unanimidad y difusión. Como he dicho anteriormente, la campaña de Napoleón en Egipto incluía en su nómina todo un equipo de científicos, arqueólogos, lingüistas, cuya tarea era conquistar Egipto para Francia. El resultado de sus esfuerzos fue La Déscription de I’Egypte, una vasta obra en cuatro volúmenes que por vez primera puso a Egipto ante el público como parte de la vida cultural europea. Pero la cultura imperial francesa estaba muy centralizada en la persona del emperador y las nuevas instituciones científicas y culturales que creó en París. Se diferenciaba de la cultura imperial británica, ya que durante las primeras décadas del siglo XIX –al menos hasta la década de 1840–, sólo interesaba a un segmento relativamente pequeño de la población; este segmento incluía obviamente a los militares y a algunos grupos de científicos, traficantes de armas, misioneros y empresarios. En Inglaterra, por el contrario, el interés por el imperio estaba muy extendido dentro de la población; una parte importante de ella, que sacaba partido del comercio y participaba del Ejército y la Marina, fue enviada al exterior para hacer proselitismo y poblar las colonias. Pero luego de la primera ola de pacificación militar en África del Norte, aumentó en Francia de modo significativo el interés en el imperio, y esto se reflejó de modo inmediato en la pintura, los viajes, la ciencia, las grandes exhibiciones mundiales realizadas en París. Las carreras de Flaubert y Maupassant, por ejemplo, son hasta cierto punto incomprensibles sin el imperio. La mayor obra de Berlioz, Las Troyens, aunque es una ópera basada en los libros I, II, y III de la Eneida de Virgilio, es también un drama sobre el imperialismo (con referencias a la Francia contemporánea), encarnada en el peregrinaje de Eneas de Troya hacia Roma a través de Cartago. El hecho de que la segunda mitad de la ópera esté situada en África del Norte no es en modo alguno una coincidencia: cuando Berlioz escribía –en los últimos años de la década de 1850 y los primeros de la de 1860–, Francia había consolidado su dominio sobre Argelia y Marruecos.

Último acto -La Muerte de Dido- de “Los Troyanos”, ópera galardonada como trascedente de Hector Berlioz.

A fines del siglo XIX, y con la mayor parte del mundo imbuido del espíritu imperial que irradia desde el Atlántico Norte, hay una visible insistencia, no sólo en lo cultural, sino también en campos científicos (geografía colonial, geología, antropología, historia comparativa), sobre la fatalidad de la continuidad del imperio, un componente central de la identidad cultural. Por eso se volvió casi un cliché que la dominación colonial habría de continuar mientras -en palabras de J. A. Hobson, un temprano crítico europeo del imperialismo– los súbditos de razas inferiores permanecieran tal como eran, inferiores y subdesarrollados. Había sólo un árbitro que decidía qué era el desarrollo, y si el juez era reaccionario o progresista, mientras fuera europeo, su perspectiva permanecía invariable. El imperio debía continuar.

En el contexto francés había una ceguera similar, aunque tal vez más problemática, ya que hoy en día, los respectivos autores poseen en general una valoración más elevada que, por ejemplo, Kipling o T E. Lawrence. André Malraux, por ejemplo, equipara el heroísmo nietzscheano (modelado en el Kurtz de Conrad) de su héroe Perken en La vía real con la invasión de Indochina, una posesión francesa. Gide utiliza el África del Norte francesa, muy conveniente para el nuevo despertar del sensualismo europeo, como el trasfondo del proceso de autoconocimiento, tanto suyo como de su héroe. En El inmoralista, Michel abandona el sentimiento europeo de responsabilidad por su cuantioso patrimonio, y elige los desiertos de Túnez y Argelia, donde supone que los árabes viven permanencia ni memoria en un estado de refinada promiscuidad sexual. Pero el ejemplo más interesante es también el más problemático: Albert Camus. Perteneciente a una segunda generación de pied-noir (11) fue un artista de gran talento, cuyas narraciones tempranas sobre la miseria en Argelia le habían otorgado el lugar de un escritor con conciencia y principios. Sin embargo, su más famosa parábola, El extranjero, se ocupa del asesinato de un árabe sin nombre, ni padres ni identidad reconocible. El drama sólo atañe a Meursault, un héroe europeo existencialista para el que Argelia y los musulmanes son nada más el trasfondo de sus preocupaciones –más elevadas y urgentes– sobre la libertad, la autoridad y la voluntad. En su narrativa, desde La peste hasta El exilio y el reino, Camus utiliza Argelia como trasfondo inerte, cuya posesión hay que defender cuando, luego de la revolución de 1954, la presencia europea se encuentra profundamente amenazada.

La tragedia de Camus es que no puede verse a sí mismo ni ver la masiva presencia francesa en Argelia como la culminación de más de un siglo de conquista colonial. En lugar de esto, niega con terquedad la prioridad del reclamo árabe y cuando autores metropolitanos como Sartre y Jeanson toman partido abiertamente por el Frente de Liberación Nacional, Camus se opone al reclamo árabe en Argelia y afirma de modo categórico que no es más importante que el de muchas otras razas, incluyendo la francesa, que se han asentado allí. Sin embargo, en virtud de cierta extraña ironía, Camus es leído aún en nuestros días como un escritor francés que examina de modo minucioso las difíciles coyunturas de la ocupación alemana de Francia, por más que su obra está situada de modo explícito en Argelia, donde los árabes son quienes sufren y mueren la mayoría de las veces.

El edificio cultural del imperialismo, por lo tanto, se levanta sobre la noción de superioridad occidental, tal como fue formulada con gran lucidez por tules Harmand en su obra Domination et colonisation (1910):

“Es necesario, entonces, aceptar como principio y punto de partida el hecho de que hay una jerarquía de razas y civilizaciones, y que nosotros pertenecemos a la raza y civilización superior, y que si bien la superioridad confiere derechos, también impone obligaciones estrictas como contrapartida. La legitimación básica de la conquista de los pueblos nativos es la convicción de nuestra superioridad, no sólo nuestra superioridad técnica, económica y militar, también nuestra superioridad moral. Nuestra dignidad descansa sobre esta cualidad que constituye los cimientos de nuestro derecho a dirigir al resto de la humanidad. El poder material no es nada sino un medio para este fin.”

Harmand basa su grandiosa afirmación en la distinción ontológica fundamental que separa a Occidente del resto del mundo. Difícilmente alguien antes de la descolonización –y no muchos después de ella– haya puesto en duda esta distinción. Más aun, con el auge de la etnografía y como han demostrado la lingüística, la teoría racial y la clasificación histórica seudocientífica de los pueblos a la manera de Spengler o LeBon, las diferencias entre los pueblos están codificadas en diversas jerarquías y esquemas científicos en que categorías como lo primitivo, lo salvaje y lo degenerado, lo natural y lo antinatural tienen asignadas funciones específicas. El surgimiento de códigos universales en campos como la geografía y la historia está basado en una correspondencia entre la autoridad que los universaliza y el poder colonial, por un lado, y en la subordinación de los colonizados a este último, por el otro. Debemos recordar que la mayoría de las obras estándar sobre África, Oriente; Australia y el Caribe fueron escritas pensando en lectores europeos; rara vez estas obras esperan encontrar lectores no occidentales, y mucho menos críticas no europeas como las de Aimé Césaire en el siglo XX, en su Discours sur le colonialisme, o de Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra (12) obras cuya pretensión principal es introducir una voz nativa dentro del texto científico o erudito, y refutar –o anular– de este modo la perspectiva dominadora de esos textos, sus pretensiones y duplicidad. Y, finalmente, debemos tener en cuenta que el conocimiento del mundo no europeo –narrado en la ficción, teorizado en la mayoría de las ciencias sociales, codificado en prácticas activas de hegemonía tales como la mission civilisatrice, el concepto de gobierno directo de Richard Lugar, la idea estadounidense de destino manifiesto– no era un aspecto marginal o arcano de la cultura metropolitana; participaba de modo activo en vastas áreas de la vida: el entretenimiento popular, la pedagogía, el espectáculo musical, la publicidad, además de toda la estructura de conocimiento sobre el propio yo y sobre el otro, ubicadas en el centro mismo de la identidad nacional. De hecho, vale la pena remarcar aquí que incluso la noción de identidad nacional se encuentra involucrada de un modo peculiar en las prácticas de dominio de ultramar. Esto es tan cierto para Europa como para los Estados Unidos a partir de fines del siglo XIX; en cada caso, la jerga de la identidad nacional se basa en la inferioridad de otros, ya sean considerados inferiores o competidores. La ironía es que, aunque un imperio imitara a los otros, siempre había una insistencia en la excepcionalidad particular de, digamos, el imperialismo británico, en oposición al francés; pero las más sonoras protestas fueron las de los estadounidenses, que siempre afirmaron que ellos no eran como los ingleses.

Puede medirse cuán eficientes eran estos esquemas imperiales si se observa cómo transformaron los lugares afectados. Vastas parcelas de tierra en América y Australia estaban sujetas a lo que Alfred Crosby ha denominado imperialismo ecológico, una actividad no restringida a los imperios modernos, sino practicada también por los imperios precedentes. Los sistemas antiguos de agricultura eran dejados de lado con el objeto de que otros más modernos pudieran explotar la tierra de un modo más eficiente. Se introdujeron nuevas plantas y animales, a menudo también como una forma de convertir el territorio extraño en algo que se asemejara a lo que se había dejado atrás en el hogar. La nueva parcelación y la acción de volver a nombrar la tierra junto a la búsqueda de riquezas naturales iban a menudo acompañadas del exterminio de los pueblos nativos y, en los casos de Irlanda y Argelia, también de la “europeización” de la lengua. Hacia mediados de la década de 1950, en Argelia, el idioma árabe fue prohibido por los franceses, que ya habían incorporado Argelia como un departamento de la madre patria. Un excelente índice de cuánta violencia suponía esta forma de colonización y de cuán profundas fueron sus consecuencias en Argelia puede encontrarse en el libro de David Prochaska Making Argelia French. Donde la colonia fue administrada pero no colonizada (por ejemplo, en la India), los ingleses transformaron por completo el antiguo sistema de renta tributaria; se aplicaron principios utilitarios y racionales para, por ejemplo, la nueva demarcación de distritos en Bengala, que no tenía absolutamente nada que ver con las tradicionales formas locales de explotación del suelo. Poco después, la idea de que los hindúes debían ser educados en inglés (con la perspectiva de pacificarlos y gobernarlos con mayor facilidad) fue promovida por Lord Macaulay, que despreciaba toda la literatura oriental, la cual, según decía, no tenía ni el valor de las peores antologías de los clásicos europeos que se pueden encontrar en la biblioteca de un chico inglés en edad escolar. La parte menos benigna de esta aparición temprana de lo que hoy llamamos modernización fue aquella que también ejerció la denigración y la humillación consecuente de las culturas nativas y las lenguas de la India, algo que sería inculcado en las generaciones de jóvenes hindúes.

Rebelión de los Cipayos. La historia de liberación de la India tuve que confrontarse entre los bandos reformistas-liberales y las guerrillas populares e indigenistas.

En este contexto emergen prácticas científicas como el orientalismo, que se abrió camino en todos los niveles de la cultura: la cultura de masas y la de élite; y, por supuesto, dio al mundo muchas cosas nuevas en el camino del conocimiento y el arte, pero también expresó y encarnó el poder colonizador de moldear –a partir de su perspectiva– la historia, la geografía, la lengua, la cultura e, incluso, la ontología del nativo.

Sin embargo, podemos seguir disfrutando y admirando, interpretando y volviendo a llevar a escena obras maestras artísticas basadas en estas ideas y nacidas de ellas, así como las obras de Wagner que, como ha mostrado Mark Weiner en su libro Wagner and the Anti-Semitic Irnagination, presentan relaciones horripilantes con la xenofobia y el odio racial. (13) Por cierto, no he intentado de ningún modo denigrar las obras culturales nacidas del orientalismo o del imperialismo; he procurado, en cambio, mostrar que el valor considerable de éstas requiere algo más que una actitud de veneración o la distancia objetiva propia de los curadores o anticuarios. Cuanto más compleja, irreconciliable y contradictoria es la obra, tanto más interesante y tanto más desafiante resulta representarla e interpretarla. Nosotros debemos, me parece, ser capaces de ver el ámbito de lo estético como autónomo y a la vez mundano, o sea, anclado en el mundo social e histórico de los hombres y las mujeres que lo produjeron. Además, tal como el historiador Eric Hobsbawm ha afirmado, el sistema mundial del siglo XIX creó “una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado” (14). Si esta globalización es verdadera en el siglo XIX, es aún más verdadera en el siglo XX, en especial en lo que concierne a las culturas.

Esto no es sólo una cuestión de fenómenos lamentables, tales como el franglais (15), Coca- Cola, McDonald’s, MTV y CNN, aunque Dios sabe que están por todas partes. El mundo está también profundamente mezclado e interrelacionado en el ámbito de la alta cultura. Piénsese en Ravel, Messiaen, Debussy y Japón y Bali; piénsese en Picasso y el arte africano; o en Ezra Pound y China. La cuestión es que las artes europeas han abrevado en todas partes y precisamente esto las vuelve más interesantes. Además, por primera vez en la historia nos encontramos con que las artes europeas son apreciadas y admiradas, estudiadas e interpretadas no sólo por europeos, sino también por chinos, egipcios, indonesios, trinitenses y brasileños. El radio de acción de la cultura europea se ha expandido en proporciones enormes, mucho más allá de los límites de Europa, en parte gracias al trasfondo imperial que he bosquejado aquí. Si se me permite usarme como ejemplo, debo mencionar que, aunque nací y crecí en Palestina y Egipto (ambos, en su momento, colonias británicas), vi y oí mi primera ópera, André Chenier, en El Cairo y allí escuché mis primeros discos de Beethoven y Wagner; como estudiante de escuelas coloniales británicas aprendí la historia, la literatura y la cultura de Inglaterra a expensas de mi propia historia, pero con el tiempo fui capaz de familiarizarme también con esta última.

Hay otras formas en que la cultura europea ya no está confinada a una supuesta comunidad homogénea de ciudadanos. Por primera vez en la historia, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, los países escandinavos y otros de la Comunidad Europea están llenos de asiáticos y africanos, que ahora viven en estos países como inmigrantes. A pesar de sus diferentes culturas, lenguas, tradiciones, estos nuevos europeos tienen un interés en la cultura europea a la que ya han comenzado a contribuir. Considérese, por ejemplo, a los escritores en lengua inglesa o francesa que son originarios de la India, el Caribe, África del Norte; sus obras pertenecen a dos mundos, pero en su mayor parte han ingresado en la corriente central de la cultura europea, donde gozan de una alta estima. Rushdie, Anita Desai, Ben Jelloun, Aimé Césaire, Wilson Harris, Asia Djebbar son sólo unas pocas figuras que nos vienen rápido a la memoria. Una amalgama similar de lo europeo y lo no europeo se encuentra en la literatura de América Latina, que enlaza las culturas peninsular y americana en una síntesis vigorosa. Creo que sería un malentendido grotesco del desarrollo cultural excluir esta nueva rama de la cultura europea/no europea por razones raciales o étnicas. Todas las culturas son híbridas; ninguna es pura; ninguna es idéntica a un pueblo racialmente puro; ninguna conforma un tejido homogéneo. Más aún, todas las culturas incluyen en su constitución una parte significativa de invención y fantasía —mitos, si se prefiere— que participa de la formación y la renovación de las diversas imágenes que una cultura tiene de sí misma. Gracias a los esfuerzos de historiadores como Hobsbawm y Ranger (La invención de la tradición) (16) y Martin Bernal (en Atenea negra) (17) ahora sabemos que las tradiciones pueden ser (y de hecho a menudo son) inventadas, y que en el caso de imágenes duraderas del pasado cultural (como la de la Grecia clásica), están acompañadas de un componente importante de manipulación, invención, limpieza, purgación y falsificación deliberada y retrospectiva.

Una de las teorías menos edificantes y más maliciosas de los últimos tiempos es la conocida como el choque de civilizaciones. En principio propagada por un profesor estadounidense de ciencias políticas como un modo de continuar con la Guerra Fría en diversos frentes, el concepto de choque de civilizaciones provocó una gran discusión sobre el mantenimiento de las culturas por separado, para defender la civilización occidental, protegerla de las amenazas del islam y el confucianismo. No hace falta recordar que todas las culturas tienen en su seno un potencial de belicosidad y agresividad ilimitado, especialmente cuando este potencial se dirige contra “demonios” extranjeros que parecen amenazar “nuestro equilibrio interno”. Un famoso poema de Constantinos Kavafis representa este mecanismo particular con asombrosa claridad; titulado “Esperando a los bárbaros”, el poema narra el proceso en que algunos romanos decadentes se preparan para la llegada de los bárbaros. Dejando de lado su comportamiento tradicional, inventan nuevos modelos de vida como una forma de enfrentarse a este nuevo pueblo extraño. Pero en el medio del poema se descubre que los bárbaros no vendrán después de todo:

–¿Y por qué, súbitamente, esta inquietud y turbación?

¡Cuán graves se han vuelto los rostros!
¿Por qué las calles y las plazas se vacían de pronto y por qué vuelven todos a casa con aire sombrío?

–Es que ha caído la noche y no llegan los bárbaros. Gente llegada de la frontera
lo afirma: ya no existen los bárbaros.

Y ahora, ¿qué destino será el nuestro, sin bárbaros? Esa gente era al menos una solución. (18)

Constantino Kavafis.

Los enemigos externos –los bárbaros– ofrecen una solución fácil al estancamiento, a la ausencia de creatividad, a la intuición de que es más fácil excluir y defenderse que innovar y crear nuevas formas de pensar. Así se fabrica un discurso sobre la maldad de los “enemigos” y se emplea una gran cantidad de tiempo en atacarlos y practicar la autoexaltación. Las culturas son por fuerza nacionalistas; en una frase muy famosa, el poeta y crítico inglés decimonónico Matthew Arnold dijo que la cultura era lo mejor del conocimiento y el pensamiento, implicando sin duda que “lo mejor” era europeo, blanco y occidental. Pero, como dije antes, conocemos con demasiada precisión los fines con que fue utilizada la cultura europea como para mantener una imagen de ella propia de una militancia inocente y muy poco informada.

La cultura es siempre histórica, y siempre está anclada en un lugar, un tiempo y una sociedad determinados. La cultura siempre implica la concurrencia de diferentes definiciones, estilos, cosmovisiones e intereses en pugna. Además, las culturas pueden volverse oficiales y ortodoxas —como en los dogmas de sacerdotes, burócratas y autoridades seculares— o pueden tender hacia lo heterodoxo, lo no oficial y lo libertario. En ambos casos, sin embargo, lo interesante de una cultura es su relación con otras culturas y no sólo su interés en ella y su grandeza. Para aquellos de nosotros que por nuestro origen vivimos en más de una cultura, la cultura europea presenta dos caras: una acuñada por la herencia colonial a la que ya me referí, y otra (más interesante) que está abierta a su propia historia de relaciones con otras culturas, abierta al diálogo y al intercambio. Ambos aspectos dejan en claro cuán compleja es la historia de Europa. Una de las más penosas corrientes de las dos pasadas décadas en los Estados Unidos es la forma en que la cultura oficial es considerada como una especie de fenómeno elevado, purificado y libre de cualquier conexión con la historia y la realidad, hecha para servir a fines patrióticos y terapéuticos que son considerados “indiscutibles”. Al menos dos exhibiciones del Instituto Smithsoniano tuvieron que ser recientemente canceladas o modificadas sustancialmente, ya que lo que presentaban era considerado ofensivo para varios grupos. Hace cuatro años, miembros del Congreso atacaron —sin haberla visto— una exhibición, brillantemente organizada, sobre las imágenes idealizadas del oeste estadounidense, que aparecían yuxtapuestas con las descripciones de actos sórdidos de pillaje y conquista. ¿Por qué? Por que impugnaba el mito patriótico del origen estadounidense. Así como este tipo de disputa da testimonio del poder movilizador de las imágenes culturales, la idea de bloquear o intentar difamar presentaciones porque exhiben un aspecto complejo, no siempre lisonjero, de la cultura nacional (o de un ámbito particular de ella), despierta la sospecha de que se pretende equiparar la cultura con la propaganda.

Como los Estados Unidos, Europa contiene muchas culturas, muchas de ellas comparten características que son demasiado obvias para repetirlas aquí. Por supuesto, toda política cultural europea que merezca este nombre debe, ante todo, educar e informar a los ciudadanos y no inculcar actitudes de patriotismo acrílicas, ciega admiración o un sentimiento de distancia alienante hacia la cultura. Pero tal política cultural también debe ser racional, o sea, debe subrayar las relaciones culturales que producen o hacen posible una actitud de participación e interacción de miembros de lo que hoy es una sociedad extraordinariamente variada. De ningún modo estoy proponiendo que las presentaciones culturales deban ser didácticas, tendenciosas o ideológicas hasta el fastidio. Ni sugiero que no haya lugar para numerosas oportunidades de admirar la obra de un único pintor, o escuchar las óperas de Mozart, sin hacer comentarios instructivos.

Es demasiado evidente que no soy un comisario de cultura. Estoy hablando aquí del contexto en que se elabora, presenta, apoya y –lo más importante– se recibe la cultura europea. Cuanto más estrechas y más restringidas las definiciones y los marcos, menos interesante el resultado. “Todo documento de civilización”, dijo Walter Benjamin, “es también un documento de barbarie”. Se puede aprender mucho si se conserva en mente este aforismo, que evidentemente tiene mucho más que ver con el entendimiento humano que con la arrogancia. La única vía de la cultura para no cargar con su complejo pasado y con los clichés infantiles de la candorosa redención y el patriotismo que a menudo la envuelven consiste en enfrentar el pasado y su presencia en el presente con toda su complejidad y seguir construyendo con audacia, inteligencia e innovación.

Creo que lo que la cultura europea puede ofrecernos hacia el fin del siglo XX es una ocasión para diferentes tipos de reconocimientos (recognitions), en todos los diversos sentidos presentes de esa palabra tan polisémica (19). Reconocer la verdad histórica de la propia experiencia; reconocer la verdad de otras culturas y experiencias; reconocer la grandeza y la manipulación de que la cultura es capaz; reconocer que la cultura no es una serie de monumentos, sino una incesante confrontación con procesos estéticos e intelectuales; por último, reconocer en la cultura el potencial para imágenes audaces y declaraciones osadas. Todo lo demás es menos interesante.

Ya sólo nos queda echarle una mirada a la cultura contemporánea de todos los pueblos y figuras estético-intelectuales para entender nuestra configuración universal.

Extraído de: “Teoría Crítica Cultural para Destruir al Poder..”, comp, Revuelta Epistémica, México, 2015.


NOTAS Y REFERENCIAS

(1) Trad. esp.: Buenos Aires, Nova, 1962.

(2) Trad. esp.: Barcelona, Península, 1999.

(3) Trad. esp.: Barcelona, Paidós Ibérica, 1996.

(4) Para los distintos artistas y estudiantes de arte, militantes en el Bloque Libertario Internacional, es precisamente en la ruptura con la tonalidad y el compás donde encontramos la espontaneidad más natural entre la expresión y la realidad colectiva concreta, a su vez, aislándonos cada vez más de la cultura de masas y sus modos musicales cuadrados. Sin embargo, tendríamos que recapacitar en la cuestión de “¿estamos diciendo algo con nuestra música y/o arte?”, pensando más de una vez en el mensaje de crítica y transformación que se adhiere a nuestras creaciones artísticas, teniendo que recurrir a la propaganda auditiva -para Malatesta como concepto, es el mensaje perpetuo y nada renovador de una idea a realizar mediante la voluntad humana- con el fin de utilizar a la música-arte como arma de concienciación masiva y erradicarle su forma-mercancía. (N. E.)

(5) “El siglo de Luis XIV era helenista, nosotros somos orientalistas”. [N. de T.]

(6) Conrad, Joseph, El corazón de las tinieblas, Buenos Aires y Madrid, Alianza, 1992, pp. 22-23.

(7) Palabra de origen árabe que se utiliza para designar a las personas prominentes o pudientes. (N. E.)

(8) Región en el noroeste de la India. [N. de T.]

(9) No muy distinta a la cultura de consumo y todo el imperio informático que llama a imitar patrones en la sociedad moderna. Los camaradas del Comité Invisible describirían a esta mímesis como una hipótesis cibernética-política, reemplazo directo de la hipótesis liberal tras la Segunda Guerra Mundial y el fracaso de las revoluciones de los años 60’s. La cibernética programática responde al igual que las ciencias naturales y sociales, a un deseo de orden y certeza, pero… ¿orden para quién? (N. E.)

(10) No por nada, Karl Marx y los núcleos socialistas autoritarios tomarían por sorpresa los momentos combativos de la Comuna de París (Engels, de manera recalcitrante afirmaría que “es cierto que este Estado requiere cambios muy considerables antes de que pueda cumplir sus nuevas funciones. Pero destruirlo en tal momento significaría destruir la única arma con que el proletariado victorioso puede utilizar el poder que acaba de conquistar, aplastar a sus enemgos capitalistas y llevar a cabo la revolución económica de la sociedad, sin la cual toda victoria debería terminar en una nueva derrota y en el asesinato en masa de los obreros, como ocurrió después de la Comuna de París.” –Engels, Con motivo de la muerte de Carlos Marx, 12 de mayo de 1883-) y después en la insurrección proletaria de 1905 y 1917 en Rusia.

La palabra marxista predicaba la Revolución en Alemania o Inglaterra, por la cantidad de medios de producción y la calidad geográfica de las fábricas industriales, de lo contario, estaría condenada al fracaso. (N. E.)

(11) Francés de Argelia. [N. de T.]

* En torno a Albert Camus, es necesario adentrarse a su biografía y conocer su mediana militancia política, pasando de una inspiración anarco-sindicalista a un pesimismo crudo sin dejar los principios anti-autoritarios de lado.

Es posible que Edward Said cometa un error al llamarlo como una “paradoja”, pues a diferencia de otros intelectuales de izquierda, Camus mantuvo mayor cordura en su pensamiento político.

(12) Trad. Esp.: México, Fondo de Cultura Económica, 1965.

(13) Hace poco discutía con un compañero revolucionario, referente a si el valor estético de la obra de Wagner podía modificarse por la recalcitración de la ideología racial o si la Insurrección de Dresde de 1848 y la posible transición de un pensamiento nacionalista a un socialismo radical podría ser posible -cuan seguidores de Mazzini que comenzaron a seguir otros programas de lucha-. Es claro que el análisis crítico y hermenéutico del arte necesita categóricamente los elementos personales e ideológicos de los artistas para concebir un resultado arquitectónico del mensaje social que viene oculto en las líricas germanas-nativas, en el caso de Wagner.

Walter Benjamin describiría a las óperas, principalmente, de este autor como representación de la “falsa conciencia burguesa”, afirmando que la descripción poética de sus inicios ‘revolucionarios’ no eran más que la sumisión de su posición clasista (ni gobernante ni gobernado) ante el Imperio Alemán, situación similar por la que Nietzsche rompería con él después del Festival de Bayreuth, en honor a la musica de Wagner desde 1876. (N . E.)

(14) Hobsbwam, Eric, La era del imperio, Buenos Aires, Crítica, 1998, p. 71.

(15) Mezcla de francés e inglés. [N. de T.]

(16) Trad. esp.: Barcelona, Crítica, 2002.

(17) Trad. esp.: Barcelona, Crítica, 1999.

(18) Kavafis, Constantinos, Esperando a los bárbaros y otros poemas, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1988.

(19) Las múltiples acepciones de la palabra inglesa coinciden con las del término en español. [N. de T.]

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