Claudio Albertani
La violencia es un problema insoluble que me atormenta desde hace mucho tiempo.
Yo siento la violencia como anti-anarquista, como autoritaria en sí misma
y por otro lado siento también que tenemos responsabilidades ante la realidad y, sobre todo,
ante los sufrimientos de la gente. Se presentan momentos en que no se puede dejar de luchar,
aun cuando no seamos nosotros los qué deciden cómo intervenir.
Pero también estoy convencida de que, en el terreno de la violencia,
no pueden darse más que desgracias.
Luce Fabbri
A partir del primero de diciembre de 2012, un fantasma recorre la Ciudad de México: el bloque negro o black bloc, como se le conoce fuera del país. Se trata generalmente de un contingente de encapuchados que, ante la ineficacia de otras formas de lucha, arremete contra los símbolos del poder político y económico, táctica que se emplea desde hace mucho tiempo en varias partes del mundo: Alemania, Italia, Grecia, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Egipto, Corea, Chile, Brasil… “Los incendiarios –escribe con malevolencia el diario 24 Horas– en su mayoría son jóvenes. Algunos usan gorras, otros se cubren la cara, hay quienes usan lentes, y otros no tienen temor de llevar el rostro descubierto. La mayoría son hombres aunque también hay mujeres. Sus armas: petardos, bombas molotov y aerosoles con los cuales intentan incendiar los blancos de sus ataques. Se trata de los supuestos anarquistas, identificados así de forma genérica por las personas ajenas a sus expresiones violentas, idea que ellos mismos refuerzan con su tradicional grito: ¡muerte al Estado, que viva la anarquía!”. [1]
Es verdad que un sector del movimiento social ha reaccionado de manera airada a dichas prácticas señalando a los encapuchados como criminales comunes, provocadores, lumpens e infiltrados de la policía con el objetivo de desprestigiar al movimiento y justificar la represión. Recuerdo, por mi parte, que la policía se cuela los movimientos sociales desde siempre, sin importar si son pacifistas o partidarios de la violencia. Es su trabajo. Una prueba de ello es el caso de Manuel Cossío Ramos, espía del CISEN en el movimiento #YoSoy132. [2] Señalé hace años, la legitimidad del bloque negro y también las críticas igualmente legítimas que se le pueden hacer. [3] En la actualidad, la andanada contra este tipo de protestas coincide con un repunte del anarquismo y, al mismo tiempo, con un renovado intento por desprestigiarlo. [4]
Ignorado, ninguneado o dado por muerto durante décadas, el movimiento libertario florece y la prensa lo estigmatiza como el enemigo público número uno o, con suerte, el número dos, superado únicamente por la criminalidad organizada. Los temas del bloque negro, la acción directa y la llamada violencia anarquista ocupan las primeras páginas de los periódicos con un claro afán persecutorio, no sólo en México, sino en todo el mundo. Sólo para citar algunos ejemplos: The Economist, vocero de la burguesía financiera globalizada, pregunta: ¿qué comparten un anarquista y un islamista? Y responde: “el empleo de la violencia indiscriminada”. [5] En España, el académico Juan Avilés Farré escribe un libro de 422 páginas, La Daga y la Dinamita. Los anarquistas y el Nacimiento del Terrorismo (Tusquets, Barcelona, 2013), para insinuar que el anarquismo es el principal antecedente del terrorismo islamista ya que se ha caracterizado desde sus inicios por “la práctica de una forma extrema de coacción: la violencia”. En el mismo país, el director general de policía, Ignacio Cosidó, declara sin tapujos que el terrorismo anarquista se ha implantado en la península y garantiza la firmeza de la policía al respecto. [6] En Italia se agita el espectro de la Federación Anarquista Informal, lo mismo que en Grecia se adjudica a los anarquistas la responsabilidad de la bancarrota del país.
En México, la prensa informa que el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) detectó 17 grupos anarquistas, en por lo menos 14 estados del país que se caracterizan por sus acciones violentas en calles, visiblemente en la capital del país.[7] El gobierno del DF, por su parte, filtra a la prensa un documento denominado “Análisis de grupos anarquistas” en el cual identifica a la Cruz Negra Anarquista, al Bloque Negro, a la Coordinadora Estudiantil Anarquista y a 11 personas por su supuesto grado de violencia y participación en actos vandálicos. Con base en dicho informe, Carlos Loret de Mola -el conocido periodista de Televisa, que se distingue por arremeter contra toda causa noble- insinúa que el anarquismo marcha rápidamente hacia el terrorismo en el DF y otro cagatintas, Ricardo Alemán, asegura que se trata de un puñado de activistas financiados por los brazos radicales de Morena. [8] Otros más criminalizan a los estudiantes del CCH, al Frente Oriente, a la CNTE, a la CETEG y un largo etcétera.
¿Qué contestar? Observo, en primer lugar, que la furia vengativa de policías, empresarios, curas y periodistas se explica fácilmente. Vivimos tiempos de crisis; la esfera de la representación se va cerrando día tras día. Saben que su política -la política de los políticos- ya no convence: de izquierda a derecha, es la misma nada que impera y, como dicen los anónimos compañeros del Comité Invisible –autores del famoso panfleto, La Insurrección Que Viene– desde cualquier perspectiva que se le mire, el presente no tiene salida. [9] Frente a esto, y al descrédito de los partidos, se asiste al florecimiento de prácticas y colectivos libertarios, que actúan al margen de los canales de la política tradicional, lo cual es precisamente lo que quita el sueño a los defensores del viejo mundo.
Así las cosas, no sorprende la saña con que se insiste en atacar, insultar, denigrar y vilipendiar a los anarquistas de todo color y de toda tendencia. Aclaremos unos puntos. ¿El uso de la violencia es connatural al anarquismo? La respuesta es no y es un no rotundo. En el movimiento libertario siempre han existido –y siguen existiendo- partidarios de la no-violencia y de la resistencia pasiva, así como adeptos a la violencia, mismos que discrepan, a su vez, sobre su naturaleza, alcance y límites. Nadie puede reclamar que nuestra lucha se tenga que desarrollar en el marco de la legalidad, pero tampoco se puede alegar que la verdadera lucha –esa que ilumina la noche en la que nos movemos a ciegas- se tenga que dar fuera de ella. Insisto: el tema de la violencia no es un asunto de principios; es una cuestión táctica y siempre ha habido discordancia al respecto, así como las hubo y las sigue habiendo- sobre la lucha sindical, la pertinencia y la naturaleza de la organización, el colectivismo, etc.
AYER
Hagamos un poco de historia. El movimiento libertario se organizó por primera vez en seno a la Asociación Internacional de los Trabajadores, AIT, fundada en Londres un 28 de Septiembre de hace exactamente 150 años. Asociación, no organización ni partido político. La idea de asociación implica la aceptación de un amplio abanico de tácticas y estrategias, al amparo de un principio unificador: la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos. Al principio, el accionar internacionalista no fue violento, pero las cosas cambiaron después de los 30,000 muertos, 100,000 deportados y otros tantos exiliados que dejaron como saldo los verdugos de la Comuna de París (1871). Precisamente en este contexto, algunos compañeros de Bakunin introdujeron la noción de propaganda por el hecho con la idea de sustituir los actos a la palabras y las acciones a los discursos rompiendo radicalmente con toda visión ideológica.
El siguiente paso se da en julio de 1881, cuando se celebró en Londres un Congreso Anarquista Internacional al que asistieron unos treinta delegados -entre los cuales destacan Pedro Kropotkin, Errico Malatesta, Carlo Cafiero, Émile Pouget y Luisa Michel. Se aprobaron dos mociones: la primera recomendaba la creación de una oficina de información que tendría la tarea de reavivar a la moribunda AIT, y la segunda adoptaba la violencia –y concretamente el uso de la dinamita como táctica de lucha. Una oleada de represiones gubernamentales impidió la progresión de la nueva Internacional, pero el repentino descubrimiento de las virtudes de la química encontró la aceptación entusiasta de algunos militantes ácratas.
¿Cómo explicarlo? Las razones son múltiples. En un “mundo sin evasión posible” (la expresión es de Víctor Serge), la burguesía aumentaba su arrogancia, los Estados reprimían, los políticos engordaban y los partidos socialdemócratas se fortalecían en la medida en que abandonaban sus ideales revolucionarios. Organizados en pequeños grupos de afinidad, los anarquistas emprendieron el camino opuesto: la lucha a muerte contra el viejo mundo. Algunos vieron en la dinamita el arma perfecta, la metáfora ineludible de una revolución catastrófica y, al mismo tiempo, redentora. Otros encontraron en el robo y el asalto a mano armada el secreto al fin descubierto de la crítica de la economía política.
El primer artefacto estalló en 1882, en Lyon, pero la etapa más álgida se extendió entre el 24 de junio de 1894, cuando el anarquista italiano Sante Caserio mató al presidente francés Sadi Carnot, y el 6 de septiembre de 1901 cuando otro anarquista, León Frank Czołgosz, mató al presidente norteamericano William S. McKinley. En ese lapso, junto a una generación de luchadores, encontraron la muerte: el rey de Italia, Humberto de Saboya, ultimado el 29 de julio de 1900; el presidente del gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo, muerto de un disparo el 8 de agosto de 1897; y la emperatriz de Austria, Elisabeth de Wittelsbach, asesinada el 10 de septiembre de 1898 en Ginebra. Luego vino el ilegalismo y las trágicas epopeya de Clemente Duval, Marius Jacob y la Banda Bonnot en la Francia de la Bella Época.
¿Cuál es el balance? En primer lugar, es claro que no se puede asimilar el terrorismo -una política de Estado que se caracteriza por amedrentar a la población civil- a la propaganda por el hecho que no buscaba aterrorizar, sino al contrario, despertar al pueblo. Con sus acciones justicieras, los anarquistas planteaban un problema urgente: la renovación de un movimiento obrero en vía de rápida burocratización. Pretendían sacudir a las masas del conformismo, rechazar la representación política y denunciar la corrupción. Hombres de su talla pasan a la historia como criminales o como santos, según la época en que viven y el mundo en que se mueven.
La guerra de clases se fue trocando en guerra privada, la cuestión social en cuestión existencial. El enemigo ya no eran las instituciones del capitalismo, sino los hombres que las encarnaban: los reyes, los funcionarios y los burgueses y después incluso los proletarios conformistas, que se tenían por indignos y traidores. El resultado, evidentemente, fue la intensificación de la represión: los años noventa del siglo XIX vieron la multiplicación de leyes especiales que, por doquier, amenazaron la supervivencia misma del movimiento libertario organizado. Estaba además -el problema sigue existiendo- la cuestión de la clandestinidad. Rudolf Rocker decía que en el mejor de los casos, los movimientos secretos no son más que un mal necesario, pero creer se puede producir una transformación social por tales movimientos es una ilusión peligrosa. Toda transformación espiritual y económica de la sociedad supone una amplia y constante propaganda que obre ante la más amplia publicidad, lo cual no podría hacerlo jamás un movimiento subterráneo. [10] Las opiniones de Rocker son discutibles, pero el problema es real: el anarquismo debe temer una larga actividad subterránea mucho más que cualquier otro movimiento, pues ninguna otra forma de propaganda revolucionaria favorece tanto el desarrollo de ideologías autoritarias.
El espejismo de la dinamita duró poco más de dos décadas, pero fue suficiente para originar la leyenda del anarquista sanguinario, rápidamente aprovechada con el fin de criminalizar a todos los libertarios. A la postre, la violencia vengadora de los Estados contra los anarquistas fue mucho más terrible que la violencia ejercida por los anarquistas, algo que se puede comprobar revisando las crónicas de la época. La prensa libertaria corrió el riesgo de desaparecer; muchos militantes murieron, fueron encarcelados o enviados al baño penal y los pocos que quedaron en una precaria libertad se encontraron en la necesidad de reducir su actividad.
En esa situación, los principales militantes ácratas dejaron de sostener la propaganda por el hecho optando decididamente por la acción de masas. Algunos llegaron a la conclusión de que la violencia individual debía usarse lo menos posible y en todo caso solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Seguían celebrando el heroísmo de los autores de los atentados, pero ponderaban las consecuencias. “Un edificio basado en siglos de historia no se destruye con unos kilos de explosivos”, apuntó Kropotkin con una clara y sana actitud autocrítica. Muchos pensaron que de nada servía matar reyes y policías: era como cortar la cabeza de la hidra a sabiendas de que volvería a nacer. [11] “La violencia sólo es justificable cuando resulta necesaria para defenderse a sí mismo y a los demás contra la violencia. Donde cesa la necesidad comienza el delito…”, remató el mismísimo Malatesta a quien sería injusto colgar la etiqueta de pacifista. [12]
Poco a poco, se fue introduciendo una nueva sensibilidad que pronto desembocó en una modalidad distinta -y más vigorosa- del movimiento libertario: el anarco-sindicalismo. Es en este contexto -el de la crisis de la propaganda por el hecho y la búsqueda de nuevas tácticas-, cuando surge la práctica de la “acción directa”, lo cual no deja de ser una paradoja ya que los actuales estetas de la violencia en ámbitos libertarios aborrecen todo accionar sindical. Émile Pouget, escribió en 1910 un texto famoso en el cual especificaba que la acción directa era la única y verdadera arma social contra el capital. Contrario a lo que muchos creen, ésta no implica necesariamente la violencia, sino que a diferencia de la acción parlamentaria (o indirecta), busca afirmar la autonomía de los trabajadores por todos los medios posibles, pacíficos o no. La primera condición de la acción directa es que sea pública, y la segunda que sea colectiva, de común acuerdo. Exactamente lo opuesto, por tanto, de lo que ocurre con el atraco y el atentado, actos llevados a cabo en secreto y en circunstancias particulares, cuando no con las más arbitrarias e inconfesables motivaciones.
Una de las muchas expresiones históricas de la acción directa ha sido el boicot, un medio de lucha popular típicamente no-violento que, además, expresa la perspectiva del obrero no sólo como productor sino también en cuanto consumidor. Otra es el sabotaje, es decir la parálisis o el entorpecimiento de la máquina productiva en perjuicio de los explotadores. Según Pouget, “en la guerra social, el sabotaje representa el equivalente de la guerrilla en las guerras nacionales: deriva de los mismos sentimientos, responde a las mismas necesidades y tiene las mismas consecuencias sobre la mentalidad obrera. Como la guerrilla, el sabotaje desarrolla el valor individual, la audacia y la toma de decisiones y mantiene a quienes lo practican en una constante tensión creativa.” [13]
En este sentido, el anarco-sindicalismo expresó la continuación y, al mismo tiempo también la salida de la etapa de la “propaganda por los hechos”. La continuación, porque manifestaba el mismo anhelo de hacer crecer, por la vía de la imitación o por el efecto directo de los actos, una potencia revolucionaria y transformadora capaz de romper con la pasividad de las masas y con el oportunismo de los partidos socialistas. Y era también la salida, porque dejaba atrás las ilusiones trágicas de los atentados y la mitología redentora de la dinamita. En Estados Unidos, otra corriente anarcosindicalista, la Industrial Workers Of The World –IWW- añadió un ingrediente importante.
En Direct Action And Sabotage, un panfleto de 1912, William Trautman precisaba que las acciones directas son útiles cuando debilitan el poder de las clases dominantes, no importa si quienes las llevan a cabo son personas aisladas o colectivos organizados. [14] El individualista que usa explosivos –dice Trautman- puede ser aborrecido por muchos, pero sus acciones tienen que evaluarse a partir de los objetivos que se propone. ¿Logró debilitar las instituciones represivas? ¿Las reforzó? ¿Consiguió sacudir la consciencia política de las masas adormecidas? ¿Obtuvo el efecto contrario? En las respuestas a estas preguntas se encuentra, me parece, la clave para evaluar todo tipo de acción directa, al margen del moralismo pseudo-izquierdista, por un lado y de la estética del gesto, por el otro.
HOY
Cien años después, la acción directa ya no se limita a la lucha sindical. En la actualidad, la podemos definir como una práctica en la cual la solución de los conflictos se logra por parte de los individuos afectados, sin intermediarios. No es violenta ni no-violenta, sencillamente porque se mide con otros criterios. En su imprescindible Pequeño Léxico Filosófico del Anarquismo, Daniel Colson aclara que la acción directa abarca la totalidad de las actividades del ser humano y de sus relaciones con el mundo, desde la lucha social hasta la pintura, desde la filosofía hasta las relaciones de cortesía. Se manifiesta también en ámbitos no obreros como el cultural y el artístico, en las ciudades y en el campo, siempre y cuando exista la voluntad emancipadora de los involucrados. La acción directa, por tanto, no conoce reglas ni formas establecidas, sino que se abre sobre una infinidad de posibilidades.
La conclusión es evidente: acción directa y anarquismo no pueden más que ser sinónimos. Si en la actualidad la acción directa se encuentra tan estigmatizada es porque la sociedad en la que vivimos requiere de espectadores pasivos, no de seres pensantes. Parafraseando a Pietro Gori -el gran poeta anarquista- en el mundo actual, el buen trabajador, el maestro cumplido y el estudiante respetuoso deberían de ser pacíficos rumiantes, posiblemente desprovistos de sentimientos, que se dejan trasquilar tranquilamente, y sin protesta, por los que tuvieron la astucia de proveerse de un persuasivo bastón y de un par de tijeras.
Dicho esto, no podemos dejar de comentar el giro que ha tomado la práctica de la acción directa en tiempos recientes, particularmente en la Ciudad de México con los llamados black blocs o bloques negros. Estoy de acuerdo con Javier Hernández Alpízar ante el arrojo de los jóvenes vándalos, lo primero que deberían sentir los que los critican es vergüenza. ¿Quién tiene la autoridad moral para condenarlos? No la tiene la izquierda institucional que exhibe un siglo de traiciones, pero tampoco la tiene la llamada ultraizquierda que sólo aprueba la violencia cuando una de sus múltiples sectas la dirige. [15] Por demás, el bloque negro no es un grupo y no se reclama de ninguna ideología en particular. Es, en gran parte, un indicador de la rabia que viven los jóvenes y es, específicamente, una táctica de protesta que emplean diferentes individuos y grupos –no necesariamente anarquistas- en distintas partes del mundo, no solamente en el DF. Como tal, a veces arroja resultados positivos y a veces no tanto.
¿Quién se acordaría de los acontecimientos de Seattle –esos, que doctos sociólogos señalan como un hito en la historia del movimiento contra la globalización capitalista- si no hubiese sido por los black blocs que con sus acciones contra los emblemas del capital (no contra personas de carne y hueso) arruinaron la fiesta de los poderosos? El aspecto atractivo de este tipo de violencia consiste en poner en crisis la presunta neutralidad de las relaciones sociales y en señalar su precariedad histórica. Sin embargo, cada gesto inscrito en este registro puede quedar atrapado en un acto de negación meramente simbólica y, más recientemente, incluso repetitiva, por lo tanto carente de imaginación. En la actualidad –y no sólo en México-, la práctica de la violencia en las manifestaciones (atacar a la policía, dañar un banco, incendiar un McDonald’s) se encuentra desgastada, especialmente cuando no encuentra consenso entre los propios manifestantes. Todo esto quedó patente en las Jornadas de Acción Global por Ayotzinapa que se desarrollaron entre octubre de 2014 y marzo de 2015 y de hecho las acciones del bloque negro se han ido reduciendo.
Añado que en los último años, se ha dado a conocer una corriente internacional conocida como “anarco-insurreccionalista” o, a veces, como “tendencia informal anarquista” que plantea un cambio de perspectiva en cuanto a la acción revolucionaria. Limitando su crítica a cuestiones tácticas, su aportación a la reconstrucción del movimiento libertario ha sido modesta. Muy ligada a la figuras de dos compañeros italianos, Alfredo Bonanno y Constantino Cavallieri, esta corriente tiene una fuerte presencia en Grecia y en Italia y, en el ámbito latinoamericano, en Argentina, Chile y México. Figura un tanto donquijotesca, editor comprometido con la difusión del pensamiento libertario, siempre metido en algún proceso conspirativo, Alfredo Bonanno es un viejo militante y agitador que ha sufrido múltiples encarcelamientos. Ha publicado numerosos escritos en los cuales explica que los verdaderos anarquistas deben estar en revuelta permanente pregonando el principio de la “acción insurreccional” a la manera del viejo Bakunin. [16] Las acciones de la tendencia insurreccionalista -expropiaciones, sabotajes, destrucciones de tiendas de autoservicio, atentados contra símbolos del poder y del Estado- han sido contemplados por las masas inconscientes como algo ajeno y exterior. Sin embargo sería injusto no reconocer en el impulso que los ha provocado una auténtica voluntad de combate. [17] Me parece claro, al mismo tiempo, que este tipo de acciones -así como las que pregona en México la llamada Tendencia Informal Anarquista [18]– se vuelven prácticas vanguardistas que todo son menos “directas”.
Vale recordar que -como señala Luis Hernández Navarro en el texto incluido en esta edición- las acciones violentas que se están generalizando en el movimiento social no son monopolio de los anarquistas. En Guerrero, los actos que se han registrado después de la noche de Iguala (incendio de sedes de partidos político, del Congreso, etc.), fueron cometidas por individuos y corrientes que difícilmente podrían definirse anarquistas. Al margen de quienes las reivindican, para calibrar su alcance, habría que volver a plantear la pregunta de Trautman: ¿lograron debilitar las instituciones represivas? ¿Las reforzaron? ¿Consiguieron sacudir la consciencia política de las masas adormecidas? ¿Obtuvieron el efecto contrario? La respuesta no me corresponde a mí, sino al movimiento social.
Sólo quiero concluir señalando que el dilema entre violencia y no-violencia es, en gran parte, falso. El propio Gandhi, el principal teórico de la no-violencia afirmó repetidas veces que, aunque la consideraba superior táctica y éticamente a la violencia, la no-violencia no podía ser un dogma, y que, de todas formas, era preferible ser violentos que cobardes. La no-violencia –decía– es una elección valida sólo si es practicada por quienes renuncian a una violencia que podrían emplear. Y no es seguramente la práctica del ratón que huye del gato. La no-violencia corre el riesgo de perder su contenido crítico ya que puede significar abstención, neutralidad o, peor, colaboración. “El fin no justifica los medios”, nos dicen los zapatistas, Y los anarquistas contestan: “hace un siglo y medio que no nos cansamos de repetirlo”. Con o sin violencia, lo esencial es que cada quien encuentre su propio camino. Y es que la revolución es precisamente esto: liberación, apertura de nuevos caminos, movimiento centrífugo, no centrípeto. La acción directa es decir la acción autónoma de los humanos contra el capital y contra el Estado es su único camino. Con violencia o sin ella.
[1] 24 Horas. El Diario Sin Límites, 12 de Noviembre de 2014.
[2] Genaro Villamil, “Manuel Cossío Ramos, el espía del CISEN en el movimiento #YoSoy132”,
[3] Claudio Albertani, “Génova para Nosotros. Bloques Negros, Monos Blancos y Zapatistas en el Movimiento Contra la Globalización Capitalista”, en: Claudio Albertani, (coordinador), Imperio y Movimiento Sociales en la Edad Global, Universidad de la Ciudad de México, México, 2004, pp. 83-118.
[4] Para un análisis del intento de criminalizar el anarquismo, véase el último número de la revista Obra Negra: “Lombroso Ha Vuelto. De Cómo el Santo Oficio Mediático Produce Monstruos en México”,
[5] “For Jihadist, Read Anarchist”, The Economist, 18 de agosto de 2005.
[6] “El Terrorismo Anarquista Se Ha Implantado en España y Hay Riesgo de Atentados”, Abc, 12 de junio de 2014,
[7] “Anarquistas Operan en 14 Estados del País: CISEN”, La silla rota, 14 de enero de 2015,
[8] Carlos Loret de Mola, “¿Quién es Lady Anarco?”, El Universal, 9 de Abril de 2014, ; Ricardo Alemán, “Itinerario político”, El Universal, 24 de septiembre de 2013,
[9] Comité invisible, La Insurrección Que Viene, Melusina, Tenerife, 2009.
[10] Rudolf Rocker, Anarquismo y Organización,
[11] Pedro Kropotkin, citado en : Jean Maitron, Le Mouvement Anarchiste en France. I. Des Origines à 1914, Gallimard, París, 1975, pág. 260.
[12] Errico Malatesta, “Anarquismo y Violencia”, en Vernon Richards (compilador), Malatesta. Pensamiento y Acción Revolucionarios, Tupac Ediciones, Buenos Aires, 2007, pág. 53.
[13] Émile Pouget, El Sabotaje,
[14] William E. Trautman, Direct Action and Sabotage, Socialist News, Pittsburgh (EEUU), 1916.
[15] Javier Hernández Alpízar, “México: Violencia, Capuchas y Anarquismo”,
[16] Sobre Bonanno véase el sitio: Véase también, Constantino Cavalieri: El Anarquismo en la Sociedad Post-Industrial,
[17] Véase: Miguel Amorós, “Sobre el Insurreccionalismo”,
[18] Gustavo Rodríguez (compilador), ¡Que se ilumine la noche! Refractarios hasta las últimas consecuencias. Génesis, desarrollo y auge de la Tendencia Informal Anarquista en México, Internacional Negra Ediciones, Santiago de Chile, 2013.
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