Merry crisis and happy new fear (A Nous Amis, Comité Invisible)

Revuelta Epistémica

Compartimos el capítulo “Merry Crisis and Happy New Fear” del Comité Invisible, con algunas acotaciones y notas a pie nuestras en torno a los procesos de las “crisis” naturales y de los fenómenos de revuelta que se entreven en este texto.

(Comité Invisible, A Nuestros Amigos, México, Revuelta Epistémica, 2015, pp. 142).


1. Que la crisis es un modo de gobierno. 2. Que la verdadera catástrofe es existencial y metafísica. 3. Que el apocalipsis decepciona.

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1. Nosotros revolucionarios, somos los grandes cornudos de la historia moderna. Y uno siempre es, de una u otra manera, cómplice de que le pongan los cuernos. El hecho es doloroso, y por tanto generalmente denegado. Hemos tenido una fe ciega en la crisis, una fe tan ciega y tan vieja que no nos dimos cuenta de cómo fue que el orden neoliberal la convirtió en la pieza maestra de su arsenal. Marx escribía después de 1848: “Una nueva revolución sólo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero la primera es tan segura como la segunda.” [1] Y pasó efectivamente el resto de sus días profetizando, al menor espasmo de la economía mundial, la gran crisis final del capital, que habrá esperado en vano. Siguen existiendo marxistas para vendernos la crisis presente como “The Big One”, para insistirnos que sigamos esperando su curiosa especie de Juicio Final.

“Si quieres imponer un cambio —aconsejaba Milton Friedman a sus Chicago Boys— desata una crisis.” El capital, lejos de acobardarse ante las crisis, se ensaña ahora en producirlas experimentalmente. Tal como es desatada una avalancha para reservarse la elección de su hora y el dominio de su amplitud. Tal como es quemada una llanura para asegurarse de que el incendio que los amenaza acabe muriendo ahí, a falta de combustible. “Dónde y cuándo” es una cuestión de oportunidad o de necesidad táctica. Es sabido por todos que apenas después de haber sido nombrado, en 2010, el director de la Elstat, el instituto griego de estadística, se puso sin descanso a falsificar las cuentas de la deuda del país, para agravarlas, con el propósito de justificar la intervención de la Troika. Es pues un hecho que la “crisis de las deudas soberanas” fue lanzada por un hombre que era entonces un agente oficialmente remunerado por el FMI, institución que supuestamente “ayuda” a los países a salir de ellas. Se trataba aquí de experimentar a gran escala, en un país europeo, el proyecto neoliberal de completa remodelación de una sociedad, los efectos de una buena política de “ajustes estructurales”.

Con su connotación médica, la crisis fue durante toda la modernidad esa cosa natural que ocurría de manera inesperada o cíclica, fijando el plazo para tomar una decisión, una decisión que pondría término a la inseguridad general de la situación crítica. El final era feliz o desafortunado, de acuerdo con la exactitud de la medicación aplicada. El momento crítico también era el momento de la crítica —el breve intervalo en que estaba abierto el debate acerca de los síntomas y la medicación. Actualmente ya no hay nada de eso. El remedio ya no está ahí para poner fin a la crisis. Por el contrario, la crisis es abierta con vistas a introducir el remedio. Ahora se habla de “crisis” a propósito de aquello que se tiene la intención de reestructurar, así como se designan como “terroristas” a aquellos que uno se prepara a golpear. En Francia, la “crisis de las banlieues” en 2005 habrá anunciado así la mayor ofensiva urbanística de los últimos treinta años contra las susodichas “banlieues” [2], ofensiva directamente orquestada por el ministerio del Interior.

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Después de seis noches largas de disturbios, un carro en llamas el 2 de Noviembre del 2005 en el suburbio de Aulnay-Sous-Bois en el norte de París. Fotografía: Thomas Coex

El discurso de la crisis es, entre los neoliberales, un doble discurso -ellos prefieren hablar, entre sí mismos, de “doble verdad”-. Por un lado, la crisis es el momento vivificante de la “destrucción creadora”, creadora de oportunidades, de innovación, de empresarios de entre los cuales sólo los mejores, los más motivados, los más competitivos, sobrevivirán. “Éste puede ser en el fondo el mensaje del capitalismo: la ‘destrucción creadora’, el rechazo de tecnologías obsoletas y los viejos modos de producción en favor de los nuevos son la única manera de elevar los niveles de vida […] El capitalismo crea un conflicto en cada uno de nosotros. Somos alternativamente el agresivo empresario y el teleadicto de sofá que, en lo más profundo de sí, prefiere una economía menos competitiva y estresante, en la cual todo el mundo ganaría lo mismo”, escribe Alan Greenspan, director de la Reserva Federal estadounidense de 1987 a 2006. Por el otro lado, el discurso de la crisis interviene como método político de gestión de poblaciones. La reestructuración permanente de todo, tanto de los organigramas como de las asistencias sociales, tanto de las empresas como de los barrios, es la única manera de organizar, a través de un desquiciamiento constante de las condiciones de existencia, la inexistencia del partido adverso. La retórica del cambio sirve para desmantelar toda costumbre, para destrozar todos los vínculos, para desconcertar toda certeza, para disuadir toda solidaridad, para mantener una inseguridad existencial crónica. Corresponde a una estrategia que se formula en estos términos: “Prevenir mediante la crisis permanente toda crisis efectiva”. Esto es similar, a escala de lo cotidiano, a la práctica contrainsurreccional bien conocida del “desestabilizar para estabilizar”, que consiste, para las autoridades, en suscitar voluntariamente el caos a fin de hacer del orden algo más deseable que la revolución. Del micromanagement a la gestión de países enteros, mantener a la población en una suerte de estado de shock permanente asegura la estupefacción, la negligencia a partir de la cual se hace de cada uno y de todos casi cualquier cosa que se desee. La depresión de masas que abate actualmente a los griegos es el producto deseado por la política de la Troika, y no su efecto colateral.

Es por no haber comprendido que la “crisis” no era un hecho económico, sino una técnica política de gobierno, que algunos han caído en el ridículo cuando proclaman precipitadamente, con la explosión de la estafa de las subprimas, la “muerte del neoliberalismo”. No vivimos una crisis del capitalismo, sino al contrario el triunfo del capitalismo de crisis. “La crisis” significa: el gobierno crece. Ella se ha vuelto la ultima ratio de cuanto reina. La modernidad medía todo en comparación con el pasado atraso, del cual pretendía extraernos; ahora toda cosa se mide en comparación con su inminente colapso. Cuando se divide a la mitad la paga de los funcionarios griegos, se alega que bien podríamos dejar de pagarles del todo. Cada vez que se alarga el período de cotización de los asalariados franceses, es con el pretexto de “salvar el sistema de pensiones”. La crisis presente, permanente y omnilateral, ya no es la crisis clásica, el momento decisivo. Es, por el contrario, fin sin fin, apocalipsis duradero, suspensión indefinida, aplazamiento eficaz del derrumbamiento efectivo, y, por esto, estado de excepción permanente. La crisis actual ya no promete nada; al contrario, tiende a liberar a quien gobierna de toda restricción respecto a los medios que son desplegados.

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Desde siempre se habla de crisis, pero nunca se ha sabido que esta “crisis” no es una detonación interna en el sistema, sino el sistema en su expresión más pictórica del miedo y la desestabilización general).

2. Las épocas son orgullosas. Cada una pretende ser única. El orgullo de la nuestra es haber realizado la colisión histórica de una crisis ecológica planetaria, de una crisis política generalizada de las democracias y de una inexorable crisis energética, todo coronado con una crisis económica mundial rampante, aunque “sin equivalentes desde hace un siglo”. Y esto halaga, esto agudiza, nuestro deleite de vivir una época como ninguna. Basta con abrir los periódicos de los años 1970, con leer el informe del Club de Roma sobre los Límites del Crecimiento de 1972, el artículo del cibernético Gregory Bateson sobre “Las Raíces de la Crisis Ecológica” de marzo de 1970, o bien La crisis de la Democracia publicada en 1975 por la Comisión Trilateral, para constatar que, al menos desde los comienzos de los años 1970, vivimos bajo la sombra del astro oscuro de la crisis integral. Un texto de 1972 como Apocalipsis y Revolución de Giorgio Cesarano lo analiza ya con lucidez. Así pues, si el séptimo sello fue levantado en un momento preciso, esto no data del día de ayer.

A finales de 2012, el muy oficial Center for Disease Control estadounidense difundía, para variar, una historieta. Su título: Preparedness 101: Zombie Apocalypse [3]La idea aquí es simple: la población debe estar lista para toda eventualidad, una catástrofe nuclear o natural, una avería generalizada del sistema o una insurrección. El documento era así concluido: “Si usted está preparado para un apocalipsis zombi, está preparado para cualquier situación de emergencia”. La figura del zombi proviene de la cultura vudú haitiana. En el cine estadounidense, las masas de zombis sublevados sirven crónicamente como alegoría de la amenaza de una insurrección generalizada del proletariado negro. Es pues sin duda a eso que hay que estar preparado. Ahora que ya no existe ninguna amenaza soviética que blandir para asegurar la cohesión psicótica de los ciudadanos, todo es bueno para hacer que la población esté preparada para defenderse, es decir, para defender al sistema. Mantener un pavor sin fin para prevenir un fin espantoso.

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Toda la falsa conciencia occidental se encuentra resumida en ese comic oficial. Es evidente que los verdaderos muertos vivientes son los pequeñoburgueses de los suburbios estadounidenses. Es evidente que la llana preocupación por sobrevivir, la angustia económica por carecer de todo o el sentimiento de una forma de vida propiamente insoportable no es lo que vendrá después de la catástrofe, sino aquello que anima ya el desesperado struggle for life de cada individuo bajo un régimen neoliberal. La vida venida a menos no es aquello que amenaza, sino aquello que ya está ahí, cotidianamente. Todos lo ven, todos lo saben, todos lo sienten. Los Walking Dead son los salary men. Si esta época enloquece por unas puestas en escena apocalípticas, que ocupan una buena parte de la producción cinematográfica, esto no es solamente por el goce estético que este género de distracción autoriza. Por lo demás, el Apocalipsis de Juan tiene ya todo lo que tiene cualquier fantasmagoría hollywoodense, con sus ataques aéreos de ángeles desencadenados, sus inenarrables diluvios, sus espectaculares plagas. Nada salvo la destrucción universal, la muerte de todo, puede procurar al empleado urbanizado el remoto sentimiento de estar con vida, a él que, de entre todos, es el menos vivo. “¡Acabemos con esto!” y “¡ojalá que dure!” son los dos suspiros que arroja alternativamente un mismo desamparo civilizado. Un viejo gusto calvinista por la mortificación se entremezcla con esto: la vida es un aplazamiento, nunca una plenitud. No se ha hablado en vano de “nihilismo europeo”. Se trata, por lo demás, de un artículo que se ha exportado tan bien que el mundo ya se encuentra saturado de él. De hecho, más que “globalización neoliberal”, hemos sobre todo tenido la mundialización del nihilismo.

En 2007 escribimos que “lo que nos hace frente no es la crisis de una sociedad, sino la extinción de una civilización” [4]. Este género de declaraciones te hacía pasar en aquel tiempo por un iluminado. Pero “la crisis” ha pasado por ahí. E incluso ATTAC se atreve a hablar de una “crisis de civilización” — con eso se dice todo. Más interesante es lo que escribía un veterano estadounidense de la guerra de Irak, en otoño de 2013 en el New York Times, que se volvió asesor en “estrategia”: “Hoy, cuando miro en el futuro, veo el mar asolando el sur de Manhattan. Veo motines por el hambre, huracanes y refugiados climáticos. Veo a los soldados del 82avo regimiento disparando a saqueadores. Veo averías eléctricas generales, puertos devastados, los deshechos de Fukushima y epidemias. Veo Bagdad. Veo las Rockaways sumergidas. Veo un mundo extraño y precario. […] El problema que plantea el cambio climático no es el de saber cómo es que el departamento de Defensa va a prepararse para las guerras por los recursos, o cómo deberíamos levantar diques para proteger Alphabet City, o cuándo evacuaremos Hoboken. Y el problema no será resuelto con la compra de un coche híbrido, la firma de tratados o apagando el aire acondicionado. El mayor problema es filosófico, se trata de comprender que nuestra civilización está muerta ya.” Tras la Primera Guerra Mundial, la civilización sólo se seguía haciendo llamar “mortal”; y lo era innegablemente, en todos los sentidos del término.

En realidad, hace ya un siglo que el diagnóstico clínico del fin de la civilización occidental fue establecido, y ratificado por los acontecimientos. Disertar en esa dirección no ha sido desde entonces más que una manera de distraerse del asunto. Pero es sobre todo una manera de distraerse de la catástrofe que está ahí, y desde hace largo tiempo, de la catástrofe que somos nosotros, de la catástrofe que es Occidente. Esta catástrofe es en primer lugar existencial, afectiva, metafísica. Reside en la increíble extrañeza en el mundo del hombre occidental, la misma que exige, por ejemplo, que el hombre se vuelva amo y poseedor de la naturaleza — no se busca dominar más que aquello que se teme. No ha sido a la ligera que éste ha puesto tantas cortinas entre él y el mundo. Al sustraerse de lo existente, el hombre occidental lo ha convertido en esta extensión desolada, esta nada sombría, hostil, mecánica, absurda, que debe trastornar sin cesar por medio de su trabajo, por medio de un activismo canceroso, por medio de una histérica agitación de superficie. Arrojado sin tregua de la euforia al entorpecimiento y del entorpecimiento a la euforia, hace el intento de remediar su ausencia en el mundo con toda una acumulación de especializaciones, de prótesis, de relaciones, con todo un montón de chatarra tecnológica al fin y al cabo decepcionante. De manera cada vez más visible, él es ese existencialista superequipado que sólo para cuando lo ha ingeniado todo, recreado todo, al no poder padecer una realidad que, por todas partes, lo supera. “Para un hombre —admitía sin ambages el imbécil de Camus— comprender el mundo consiste en reducirlo a lo humano, a marcarlo con su sello.” El hombre occidental intenta llanamente reencantar su divorcio con la existencia, consigo mismo, con “los otros” —¡vaya infierno!—, nombrándolo su “libertad”, cuando esto no es sino a costa de fiestas deprimentes, de distracciones débiles o por medio del empleo masivo de drogas. La vida está efectivamente, afectivamente, ausente para él, pues la vida le repugna; en el fondo, le da nauseas. Es de todo aquello que lo real contiene de inestable, de irreductible, de palpable, de corporal, de pesado, de calor y de fatiga, de lo que ha logrado protegerse arrojándolo al plano ideal, visual, distante, digitalizado, sin fricción ni lágrimas, sin muerte ni olor, del Internet.

La mentira de toda la apocalíptica occidental consiste en arrojar al mundo el luto que nosotros no podemos rendirle. No es el mundo el que está perdido, somos nosotros los que hemos perdido el mundo y lo perdemos incesantemente; no es él el que pronto se acabará, somos nosotros los que estamos acabados, amputados, atrincherados, somos nosotros los que rechazamos de manera alucinatoria el contacto vital con lo real. La crisis no es económica, ecológica o política, la crisis es antes que nada de la presencia. Tanto es así que el must de la mercancía —típicamente el iPhone y la Hummer— consiste en un sofisticado equipamiento de la ausencia. Por un lado, el iPhone concentra en un solo objeto todos los accesos posibles al mundo y a los demás; es la lámpara y la cámara fotográfica, el nivel de albañil y el estudio de grabación del músico, la tele y la brújula, el guía turístico y los medios para comunicarse; por el otro, es la prótesis que barre con cualquier disponibilidad a lo que está ahí y me fija en un régimen de semi-presencia constante, cómoda, que retiene en sí misma y en todo momento una parte de mi estar-ahí. Recientemente se lanzó incluso una aplicación para smartphone que supuestamente remedia el hecho de que “nuestra conexión 24h/24 en el mundo digital nos desconecta del mundo real a nuestro alrededor”. Se llama alegremente GPS for the Soul. En cuanto a la Hummer, se trata de la posibilidad de transportar mi burbuja autista, mi impermeabilidad a todo, hasta a los rincones más inaccesibles de “la naturaleza”; y de volver intacto de ellos. El hecho de que Google anuncie la “lucha contra la muerte” como el nuevo horizonte industrial, dice bastante de cuánto se equivoca uno acerca de qué es la vida.

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La tecnología es un sistema de extrañamiento. Lo que Proudhon hubiera descrito como la “necesidad de ser-máquina”.

El desastre objetivo nos sirve en primer lugar para ocultar otra devastación, aún más evidente y masiva. El agotamiento de los recursos naturales está probablemente bastante menos avanzado que el agotamiento de los recursos subjetivos, de los recursos vitales, que sorprende a nuestros contemporáneos. Si tanto se place uno detallando la devastación del medio ambiente, es también para velar la aterradora ruina de las interioridades. Cada derrame de petróleo, cada llanura estéril y cada extinción de una especie es una imagen de nuestras almas harapientas, un reflejo de nuestra ausencia en el mundo, de nuestra íntima impotencia para el habitar. Fukushima [5] ofrece el espectáculo de este perfecto fracaso del hombre y de su dominio, que no engendra más que ruinas — y esas llanuras japonesas intactas en apariencia, pero donde nadie podrá vivir por decenas de años. Una descomposición interminable que concluye por hacer inhabitable el mundo: Occidente terminará por pedir prestado su modo de existencia a aquello que más teme — el deshecho radioactivo.A un paso de su demencia, el Hombre incluso se ha proclamado una “fuerza geológica”; ha llegado hasta a darle el nombre de su especie a una fase de la vida del planeta: se ha puesto a hablar de “antropoceno”. Una última vez, se atribuye el rol principal, sin importar que se acuse de haberlo destrozado todo —los mares, los cielos, los suelos y los subsuelos—, sin importar que se golpee el pecho por la extinción sin precedentes de las especies vegetales y animales. Pero lo más destacable es que, produciéndose el desastre por su propia relación desastrosa con el mundo, él se relaciona siempre al desastre de la misma desastrosa manera. Calcula la velocidad a la que desaparecen las masas de hielo flotante. Mide la exterminación de las formas de vida no humanas. No habla del cambio climático desde su experiencia sensible: tal pájaro que ya no vuelve en el mismo periodo del año, tal insecto cuyas estridulaciones ya no se escuchan, tal planta que ya no florece al mismo tiempo que tal otra. Habla de todo eso con cifras, promedios, científicamente. Piensa que tiene algo que decir tras haber establecido que la temperatura va a elevarse tantos grados y que las precipitaciones van a disminuir tantos milímetros. Habla incluso de “biodiversidad”. Observa la rarefacción de la vida terrestre desde el espacio. Lleno de orgullo, pretende ahora, paternalmente, “proteger el medio ambiente”, quien tanto así no le ha pedido. Hay muchos motivos para creer que aquí yace su última huida hacia adelante.

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Fotografía tomada justo en el momento del desastre nuclear de Fukushima. 2011.

Cuando se le pregunta a la izquierda de la izquierda en qué consistiría la revolución, se apresura a responder: “poner lo humano en el centro”. De lo que no se da cuenta, esa izquierda, es de en qué medida el mundo está fatigado de la humanidad, de en qué medida nosotros estamos fatigados de la humanidad — esa especie que se ha creído la joya de la creación, que se ha estimado con total derecho a devastarlo todo, puesto que todo le correspondía. “Poner lo humano en el centro” era el proyecto occidental. Llevó a donde ya sabemos. Ha llegado el momento de abandonar el barco, de traicionar a la especie. No existe ninguna gran familia humana que existiría de manera separada de cada uno de los mundos, de cada uno de los universos familiares, de cada una de las formas de vida que siembran la tierra. No existe ninguna humanidad, sólo existen terrestres y sus enemigos — los occidentales, de cualquier color de piel que sean. Nosotros revolucionarios, con nuestro humanismo atávico, haríamos bien en fijarnos en los levantamientos ininterrumpidos de los pueblos indígenas de América Central y de América del Sur, estos últimos veinte años. Su consigna podría ser: “Poner la tierra en el centro”. Se trata de una declaración de guerra al Hombre. Declararle la guerra, ésa podría ser una buena manera de hacerle volver sobre tierra, si no se hiciera el sordo, como siempre.

3. El 21 de Diciembre de 2012, no menos de 300 periodistas provenientes de 18 países invadieron el pequeño pueblo de Bugarach, en el Aude. Ningún final de los tiempos fue jamás anunciado para esa fecha en ningún calendario maya conocido hasta ese día. El rumor de que ese pueblo mantendría la menor relación con esa inexistente profecía formaba parte de una notoria farsa. No obstante, las televisiones del mundo entero despacharon ahí diversas armadas de reporteros. Se tenía curiosidad de ver si había ahí, verdaderamente, gente que creyera en el fin del mundo, nosotros que aún menos logramos creer en él, que tenemos la mayor dificultar para creer en nuestros propios amores. Ese día en Bugarach no había nadie, nadie salvo algunos oficiantes del espectáculo, en grandes cantidades. Los periodistas se reunieron para hacer un reportaje sobre ellos mismos, de su espera sin objeto, de su aburrimiento y del hecho de que nada sucedía. Sorprendidos por su propia trampa, dejaban ver el rostro del fin del mundo verdadero: los periodistas, la espera, la huelga de los acontecimientos.

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Hollywood hizo bien su trabajo de imaginería…

No sólo no hay otra catástrofe por venir que la que ya está ahí, sino que es patente que la mayoría de los desastres efectivos le ofrecen una salida a nuestro desastre cotidiano. Numerosos ejemplos dan testimonio del alivio que brinda la catástrofe real al apocalipsis existencial, desde el terremoto que golpeó a San Francisco en 1906 hasta el huracán que devastó una parte de Nueva York en 2012. Usualmente se presume que las relaciones entre las personas, en situación de urgencia, revelan su profunda y eterna bestialidad. Con todo terremoto devastador, con todo crac económico o con todo “ataque terrorista”, se desea ver confirmada la vieja quimera del estado de naturaleza y su cortejo de exacciones incontrolables. Se quisiera que, al momento de ceder los finos diques de la civilización, floreciera el “fondo villano del hombre” que obsesionaba a Pascal, las malas pasiones, la “naturaleza humana”, envidiosa, brutal, ciega y odiosa que, desde Tucídides al menos, sirve de argumento a los defensores del poder — fantasma desdichadamente revertido por la mayoría de los desastres históricamente conocidos.No se puede subestimar el frenesí del apocalipsis, la sed de Armagedón de la cual está atravesada la época. La pornografía existencial que le pertenece es la de ver unos documentales de anticipación que muestran, en imágenes generadas por computadora, las nubes de langostas que vendrán a lanzarse sobre los viñedos de Burdeos en 2075 y las hordas de “migrantes climáticos” que tomarán por asalto las costar del sur de Europa — las mismas que Frontex ya se hace cargo de diezmar. Nada es más viejo que el fin del mundo. La pasión apocalíptica no ha dejado de tener, desde tiempos muy remotos, el favor de los impotentes. La novedad está en que vivimos una época donde la apocalíptica ha sido íntegramente absorbida por el capital, y puesta a su servicio. El horizonte de la catástrofe es aquello a partir de lo cual somos gobernados actualmente. Ahora bien, si hay una cosa condenada a permanecer incumplida, ésa es la profecía apocalíptica, ya sea económica, climática, terrorista o nuclear. Ella sólo es enunciada para exigir los medios que puedan conjurarla, es decir, en la mayoría de los casos, la necesidad del gobierno. Ninguna organización, ni política ni religiosa, jamás se ha reconocido derrotada porque los hechos desmintieran sus profecías. Pues la meta de la profecía nunca es tener razón sobre el futuro, sino operar sobre el presente: imponer aquí y ahora la espera, la pasividad, la sumisión.

Así pues, repensar una idea de la revolución capaz de abrir una brecha en el curso del desastre, consiste, para comenzar, en purgarla de todo aquello que ha contenido, hasta aquí, de apocalíptica. Consiste en ver que la escatología marxista no difiere más que en estos términos de la aspiración imperial fundadora de los Estados Unidos de América — la misma que seguimos encontrando impresa en cada billete de un dólar: “Annuit cœptis. Novus ordo seclorum.” Socialistas, liberales, sant-simonianos, rusos y estadounidenses de la Guerra Fría, todos han expresado siempre la misma aspiración neurasténica al establecimiento de una era de paz y de abundancia estéril donde ya no habría nada que temer, donde las contradicciones serían al fin resueltas, y lo negativo reabsorbido. Establecer mediante la ciencia y la industria una sociedad próspera, íntegramente automatizada y finalmente apaciguada. Algo así como un paraíso terrestre organizado sobre el modelo de un hospital psiquiátrico o del sanatorio. Un ideal que sólo puede venir de seres profundamente enfermos, y que ya tampoco aspiran siquiera a la remisión. “Heaven is a place where nothing ever happens”, dice la canción.El borramiento de la civilización, por lo general, no toma la forma de una guerra caótica de todos contra todos. Ese discurso hostil sólo sirve, en situaciones de catástrofe severa, para justificar la acordada prioridad de la defensa de la propiedad contra el saqueo, mediante la policía, el ejército o, a falta de algo mejor, mediante milicias de vigilantes entrenadas para la ocasión. También puede servir para cubrir las malversaciones de las autoridades mismas, como las de la Protección Civil italiana después del terremoto de L’Aquila. Por el contrario, la descomposición de este mundo, asumida como tal, abre el camino a otras maneras de vivir, incluyendo en plena “situación de urgencia”. Es así que los habitantes de México en 1985, en medio de los escombros de su ciudad golpeada por un devastador terremoto, reinventan con un solo gesto el carnaval revolucionario y la figura del superhéroe al servicio del pueblo; bajo la figura de un luchador legendario, Súper Barrio [6]. Como consecuencia de una retoma eufórica de su existencia urbana en lo que ella tiene de más cotidiano, asimilan el derrumbamiento de los inmuebles al derrumbamiento del sistema político, liberan la vida de la ciudad tanto como sea posible de la influencia del gobierno, reconstruyen sus habitaciones destruidas. Un entusiasta de Halifax no decía otra cosa cuando declaraba después del huracán de 2003: “Todo el mundo se levantó una mañana y todo era diferente. Ya no había electricidad y todas las tiendas estaban cerradas, nadie tenía acceso a los medios de comunicación. Debido a eso todo el mundo se encontró en las calles para hablar y cambiar testimonios. No fue realmente una fiesta callejera, pero todo el mundo estaba afuera al mismo tiempo; con alegría, en cierto sentido, de ver a toda esa gente que entonces no conocíamos.” Así las comunidades minoritarias formadas espontáneamente en Nueva Orleans en los días que siguieron a Katrina, frente al desprecio de los poderes públicos y a la paranoia de las agencias de seguridad, y que se organizaron cotidianamente para alimentarse, sanarse, vestirse, e incluso para saquear algunas tiendas.

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Manta alusiva a la organización barrial en la zona de Tepito, semanas después del terremoto de 1985 en México.

Toda la originalidad y todo el escándalo del marxismo radicó en pretender que para acceder al millenium, hacía falta pasar por el apocalipsis económico, cuando los demás lo juzgaban superfluo. No alcanzaremos ni el millenium ni el apocalipsis. Jamás habrá paz sobre esta tierra. Abandonar la idea de paz es la única paz verdadera. Frente a la catástrofe occidental, la izquierda adopta generalmente la posición de lamentación, de denunciación y por lo tanto de impotencia que la hace odiosa a los ojos mismos de aquellos que pretende defender. El estado de excepción en el que vivimos no es algo a denunciar, es algo a girar contra el poder mismo. Henos aquí aliviados, a nuestra vez, de todo miramiento por la ley — en proporción a la impunidad que nos arrogamos, a la relación de fuerza que creamos. Tenemos el campo absolutamente libre para cualquier decisión o treta, por poco que respondan a una fina inteligencia de la situación. Para nosotros ya sólo hay un campo de batalla histórico y las fuerzas que se mueven en él. Nuestro margen de acción es infinito. La vida histórica nos tiende los brazos. Existen innumerables razones para rechazarse a ella, pero todas atañen a la neurosis. Confrontado al apocalipsis en una reciente película de zombis, un antiguo funcionario de las Naciones Unidas llega a esta lúcida conclusión: “It’s not the end, not even close. If you can fight, fight. Help each other. The war has just begun.” — “No es el fin, ni por poco. Si puedes luchar, lucha. Ayúdense unos a otros. La guerra apenas ha comenzado.


[1] Marx, Karl, La Lucha de Clases en Francia de 1848 a 1850.

[2] Lo que la mass-media desgina como una “crisis económico-geográfica” en realidad no es más que la vida endémica de los barrios marginales en los cuales habitan mayoritatiamente inmigrantes extra-europeos y las familias más pobres de Francia. “La Revuelta de Las Banlieues” (banlieue es como se conoce a los suburbios extrarradio de las grandes inmediaciones de París) es el nombre de una serie de violentas protestas entre el 27 de Octubre y el 17 de Noviembre del 2005, tras la muerte de Ziad Benna y Bouna Traoré –de 17 y 15 años respectivamente- que eran dos jóvenes de minoría étnica que murieron electrocutados tras trepar una subestación eléctrica a causa de ser perseguidos por la policía francesa, con la intención de ser detenidos e interrogados a causa de su condición de pobreza e inmigración ilegal.

La ira proletaria y la solidaridad internacional no tardaron en hacerse notar y las protestas abarcaron decenas de barrios y ciudades en Francia, extendiéndose hasta Grecia, Bélgica, Suiza, Dinamarca y Alemania. Se estima (según Le Monde y otros periódicos franceses) que más de 9000 patrullas fueron incendiadas y diariamente por la noche se apedreaban entre otras 20 a 40 vehículos policiales, tan solo en el año de 2005.

(Se recomienda: Naïr, Samir, “El Incendio de las Banlieues”, publicado en El País, 14 de Noviembre de 2015 y Canet, R; L. Pech, M. Stewart, “France’s Burning Issue: Understanding the Urban Riots of November 2005”, Noviembre de 2008).

[3] Después de tan fatídica lectura, nos sorprende que sean las mismas instituciones estatales las que profeticen su propio derrumbamiento a través de un colapso en la ecología fisiológica y mental. Para la juventud, sería una analogía perfecta con la trama “ficcional” (por su posibilidad) de series como The Walking Dead o en los videojuegos y la cinematografía con Dawn Of The Dead o Resident Evil. (Consúltese en línea: http://www.cdc.gov/phpr/documents/zombie_gn_final.pdf).

[4] Comité Invisible, La Insurrección Que Viene.

[5] El Desastre Nuclear en Fukushima del 11 de Marzo del 2011, a consecuencia del terremoto y tsunami en Japón del mismo día. (Fukushima Dai-ichi genshiryoku hatsudensho jiko).

[6] En efecto, el Terremoto del 19 y su réplica del 20 de Septiembre de 1985 en la Ciudad de México, mostraron sin tapujos la auto-organización barrial en cuestiones pragmáticas como la supervivencia a la gentrificación y los achaques naturales. Demián Reyes analiza que “tras los hechos del 19 y 20 de Septiembre, el entendimiento del vínculo hombre-naturaleza se dio en cada civil que salió a las calles, en los hospitales y los refugios para colaborar en la autogestión hacia la normalidad. El punto a pensarse es que ni la sociedad ni el Estado estaban preparados con una cultura de la solidaridad y la prevención para dicho caso, pero fue justamente todo el esfuerzo y voluntad de la sociedad los factores que lograrían el rescate de más de 10,000 personas, la construcción de cientos de albergues y bodegas clandestinas para víveres y medicamentos, en pocas palabras: LA ADMINISTRACIÓN AUTOGESTIVA DE LA VIDA PÚBLICA.” (Ruptura, Demián, Magnitud 8.1: De la Barbarie a la Auto-Organización Natural (Sobre el Terremoto de 1985), publicado el 19 de Septiembre del 2015).

*El texto original no presenta ninguna nota crítica a pie, todas han sido añadidas por el Comité Editorial “Revuelta Epistémica”en nuestra edición de 2015.

Publicado el 24 de Diciembre de 2015 en:

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