Darío Padován (Trad. Laura Ejarque)
Pocas veces y en pocas ocasiones un libro, aunque en forma de panfleto, ha resultado ser tan actual como Democracia directa, de Murray Bookchin, editado en octubre de 1993.
Totalmente actual en esta síntesis divulgativa, destaca notablemente el tema del que Bookchin está afrontando desde hace tiempo. Se trata, efectivamente, de su proyecto político, de una sugerente plataforma política y filosófica sobre la cual ejercitar experimentos, tentativas, prácticas de autogestión y de autoorganización en un tiempo en que muchas cosas que se daban por sentadas están caducas.
La crisis de los partidos, de aquella política de partidos que para algunos, aunque con muchos problemas, continúa siendo válida y sirve de base a la política del Estado, es el contexto actual en el cual podemos colocar las reflexiones de Bookchin. Frente a la crisis del Estado de los partidos, del poder central y estatalmente directo, a la crisis de soberanía y a la idea de nación de la cual por decenios el Estado ha recibido la autoridad para gobernar, ¿es posible ver una propuesta que no se achaque a la única idea de reforma el Estado (el Estado mínimo, para entendemos) en su función de regular la economía de mercado y el funcionamiento de la sociedad civil y política?
Bookchin sostiene que sí, y cree que lo frustrante es ver como no se está en condición de proponer una política de democracia libertaria, ya que los anarquistas, los ecologistas y libertarios gastan sus energías defendiendo otra alternativa diferente. Pero vayamos por orden.
Son numerosos los problemas que la visión municipalista libertaria de Bookchin plantea y, sobre todo, numerosas son las revisiones terminológicas y conceptuales que propone, no sólo al movimiento anarquista. Sobre algunos pasajes podemos estar totalmente de acuerdo, recordemos que Bookchin es uno de los más originales pensadores y políticos libertarios de este fin de siglo, pero existen otros pasajes justamente relevantes por su perplejidad respecto a la historia del movimiento contestatario europeo e italiano especialmente.
Política del Estado y política municipal: refundir la política
Bookchin aviva sus reflexiones avanzando dos fundamentos para entender la política: por un lado una política estatal, y por otro una política comunitaria sobre una base municipal.
La primera idea, la más convencional, define la política como un sistema de relaciones de poder administrado de forma profesional por una persona especializada en el tema, el «político». Esta manera de concebir la política está fundamentada en el principio del poder y de las elecciones de representantes que llegan normalmente a fundar una élite separada de los electores y unida siempre, más a intereses externos que a los de la comunidad de la cual son la élite. Tal política nace esencialmente con el Estado territorial y después nacional, entorno al proceso de centralización fiscal, administrativo, militar y religioso que el Estado ha puesto en marcha. Bookchin sostiene que lo que hoy llamamos «política» es en realidad gobierno del Estado. Sin embargo, para afirmar la propia autoridad política, para buscar la excusa que contraponga pueblo a Estado, las élites estatales y los dirigentes han decidido combatir a la larga contra el localismo y el regionalismo, contra los intereses complejos de las pertenencias y de los vínculos políticos preestatutarios. De otro signo muy claro es la política en el sentido clásico en que la plantea Bookchin. Antes de la formación del Estado nacional, la política significaba la gestión de los asuntos públicos por parte de la población en un contexto comunitario. Con el término política, que deriva del griego polis, se refiere a un grupo concreto de ciudadanos conscientes y capaces de administrar de forma autónoma la propia comunidad o poleis. En esta sociedad, a la cual Bookchin se refiere extensamente, la población administraba los asuntos públicos en asambleas cara a cara y elegía delegados que llevaban a cabo las decisiones políticas formuladas en ella. Sin embargo, la vida política no estaba constituida solamente por la Asamblea citada; estaba arraigada en una fértil cultura política que incluía discusiones públicas de forma periódica en las plazas, en las tertulias o en cualquier esquina de la calle, hábitos que por cierto aún no están totalmente perdidos. La vida política, sobre todo en el momento en que más alta era la tensión sobre los cambios o en momentos de particular tensión ideológica, se desarrollaba efectivamente en la calle. En este momento la política se presentaba de forma orgánica y ecológica, informal, pero participativa. El sujeto, el ciudadano, se forma en el interior de esta amplia olla de discusiones abierta frente a posibles elecciones. Las interacciones enriquecen al individuo al mismo tiempo que refuerzan la esfera político-pública. En semejante proceso de reciprocidad, el «yo» individual y el «nosotros» colectivo no estaban subordinados el uno al otro. Adquirir ciudadanía no significaba, en aquel momento, ser únicamente sujeto de deber y de derecho, derecho del que se goza exclusivamente en forma de prestaciones sociales estatales a cambio de su pago y sobre todo de una debida lealtad estatal. Ciudadanía era más bien el procedimiento con que se realizaba la decisión inherente a los objetivos de la comunidad compartido por la mayoría: era la autogestión cívica del espacio público común. La ciudadanía se fundamentaba sobre una cultura política vivida, sobre una ética y sobre una nacionalidad que podían ser conseguidas sólo gracias a una interacción profunda entre individuo y comunidad. La ciudadanía correspondía a la paideia, es decir, a la educación, a la formación cívica del individuo en el interior de una dimensión colectiva y racional.
Lo importante en Bookchin, al final de su exposición, es la diferencia que opera entre diversos ámbitos de lo político, de lo social y de lo estatal. La política ha emergido de aquel ámbito civil indiferenciado que es lo social. Para Bookchin lo social correspondía, y en cierto modo aún corresponde, a la esfera biológica de la vida, aquella esfera en la cual los hombres se asocian para satisfacer sus necesidades materiales y para reproducirse. Bien entendido, lo social no es un ámbito privado de mutación y evolución: lo social, que viene a delimitarse en el contexto de la revolución urbana, se asienta sobre categorías tales como la riqueza, las funciones, el rol, la profesión y viejos legados biológicos de sangre en torno a los cuales se ha constituido. Lo social permanece de todos modos como un ámbito privado de rebelión que corresponde a la esfera económica de la reproducción a la familia, al oikos. Lo político y lo estatal se presentan en cambio como una forma pública y racional de ordenamiento de la sociedad. El proceso de diferenciación de lo político de lo estatal y de lo social, subraya el carácter de caos y de desorden propio de la esfera social. Lo estatal se afirma ahora como elemento normativo en términos hobbesianos del desorden social. La antropología que rige la estatalización de la política ve a los ciudadanos, conflictivos por naturaleza, permanentemente ligados al desorden que actúa en la forma de kaos en el ámbito de lo social, del oikos. La fractura epistemológica propia del pensador helénico, que veía en lo privado el desorden y en lo público el orden, no se normaliza y su gestión delega en el poder estatal.
El político se identifica con el estado como única manifestación. Esto no significa, tal como sostiene Bookchin, que la política y la organización estatal hayan sido siempre lo mismo.
Revolución urbana y esfera política
Tal conflicto encontraba su máxima expresión en el proceso de especialización y materialización del ámbito político.
El poder estatal permanecerá, hasta el nacimiento de los estados territoriales, en un ámbito carente de territorio y de implicaciones materiales que no fuese el clásico lugar de legados biológicos, transformados en relaciones de poder, de familia, un poder metafísico de origen ultraterreno, una esfera ideal de ejercicio de poder. La política encontrará en cambio, grandes articulaciones en la ciudad. El nacimiento de la ciudad creó la base para una nueva forma de espacio político, más secular y universal, libre de los legados biológicos y de sangre. Con el tiempo, esta forma se transformó lentamente en un ámbito público sin precedentes. Semejante espacio político era radicalmente nuevo en aquel contexto social y se fundamentó en sus más altas manifestaciones sobre la práctica de democracia y sobre un nuevo tipo de personalidad cívica: el ciudadano.
El espacio público que así se creaba era tanto físico como discursivo: los ciudadanos se reunían en el ágora de la polis griega, en el forum de la República Romana, en el centro ciudadano de la comuna medieval, en la plaza de la ciudad renacentista. Se trataba de la institución de un límite espacial para el ejercicio de la democracia diferenciándose así del ilimitable espacio social de los reinos despóticos de Egipto y Persia, donde estaban reconocidos los derechos civiles, aunque algunos extranjeros, en base a una idea de humanitas universal no restringida a un concepto puramente genealógico sus gentes, tribus, linajes, fundaban sus estructuras sociales, sobre el legado de sangre.
El ámbito físico de la política, que no permaneció oculto e ignorado entre los pliegues de la sociedad y del Estado que lo controlaba en exceso, coincidió casi siempre con la ciudad y el municipio, más allá de sus límites en la extensión de participación política. Incluso durante la revolución francesa, París se vio inmersa en el tema de las conspiraciones extranjeras y consideró con xenófoba desconfianza a todos los que vinieron de fuera. El ámbito político urbano no desapareció nunca completamente y se contrapuso de forma dramática al Estado cuando éste intentó centralizar y burocratizar el poder.
El espacio político y público así formado estaba estrechamente ligado a las dimensiones urbanas del espacio físico en el cual se desplegaban los procedimiento políticos. La dimensión debía garantizar el encuentro físico cara a cara de los ciudadanos, estando subordinada la urbanización al espacio cívico que debía ser funcional. La era moderna, al contrario, se caracteriza por una urbanización que se contrapone a la consolidación de la civitas, es decir, al uso común del espacio político. La urbs era, en el lenguaje romano, el hecho físico de la ciudad desde sus calles a sus edificios, algo bien diferente de la civitas, las cuales, junto al ciudadano, eran el «cuerpo político». El crecimiento de la urbe sigue al espesor de la civitas: en las modernas metrópolis, el cuerpo ciudadano ha sido así transformado de sujeto político de la vida urbana, en una masa privada de signos distintivos, en un conglomerado de nómadas solitarios e indiferentes. Los habitantes de la metrópolis que han sacrificado su espacio político al espacio urbano, se han convertido en criaturas abstractas dentro del mercado de la política electoral del Estado.
Pueblo y clase, ciudad y fábrica
La importante innovación y recuperación semántica que Bookchin establece para dar cuerpo a su propia propuesta, se centra en la categoría de pueblo. Reintroduce este concepto y lo hace no de forma fraudulenta sino contraponiéndolo decididamente al concepto de clase de la tradición marxista. Es evidente el peligro que anida en semejante categoría, sobre todo en momentos en que el «populismo» es el elemento creciente y por cierto bastante usado tanto por la izquierda como por la derecha, todavía es necesario hacer alguna precisión y relevar el límite en el cual también nuestro autor incurre.
Lo que Bookchin entiende por pueblo es un vasto ámbito público, una esfera pública radical en el cual las fuerzas que luchan por el cambio puedan intervenir. No se trataría de una esfera pública indistinta, indefinible y carente de conflictos y tensiones, ya que éstos, se originarán debido a las distintas posiciones. El problema radica en restablecer un concepto de pueblo tal y como se entendía durante la revolución democrática, sin aplastarlo bajo la idea de una pequeña burguesía enfermiza herencia de un pasado y siempre dispuesta a aliarse con la clase dominante. El problema estriba además en que el concepto de clase, de proletariado, no representa una perspectiva universal y no está dotado de una conciencia política concreta en sí misma, de manera que pueda mantener su propia unidad dentro de la historia.
Para Bookchin, es posible superar el concepto universal de clase en virtud del hecho que la crisis ecológica y del capitalismo están generando y alimentando. De esta manera, el concepto de pueblo y de esfera pública podría convertirse en realidad histórica y el movimiento ecologista podría adquirir un significado único, cohesionado, político y totalmente comparable al movimiento obrero.
Ante esta consigna de la lucha por la libertad también cambiaría el lugar clásico del conflicto. De la fábrica a la comunidad, a la ciudad, al municipio. Vuelve de nuevo el problema de la fábrica como lugar de la revolución. Para Bookchin ésta nunca ha sido el lugar de la revolución, sino más bien un lugar de experimentación de los procedimientos racionales y eficientistas de la burguesía. La fábrica nunca ha sido el reino de la libertad, sino más bien el reino de la necesidad y la supervivencia.
En cambio ha tomado un cariz diferente la revolución urbana. A diferencia de la industrialización, creó una idea de humanitas universal llevando a cabo la socialización de los ciudadanos mediante líneas racionales y éticas. La cuestión, planteada de esta forma, evidentemente no resulta nada fácil. y esto es así, pues ha de tenerse en cuenta el hecho que la época de la lucha obrera acabó en su ser universal, que hoy –al enfrentarse a los problemas globales de una nueva universalidad– debe avanzar, y se relaciona con la definición de una nueva categoría de pueblo y de la defensa de la ciudad como lugar público de la política en el interior de la cual el pueblo se descubre a sí mismo. No es la negación de la idea de clase, pero el hecho es que las clases deben actuar de nuevo con sus conflictos en torno a sus propias ideas, en el seno de un cuerpo social dotado de un ámbito y con unos procedimientos definidos. Está claro que, para el gran capital y para los segmentos reaccionarios de la población y de los privilegiados, esta perspectiva significa un cuestionamiento directo del poder que ejercen.
El pueblo es algo complejo e internamente estratificado y diferenciado. Pueblo puede significar los estratos sociales más desarraigados, humildes y tecnológicamente «desplazados» que no pueden integrarse en la sociedad tecnológica posmoderna. A estos estratos desplazados pueden añadirse los ancianos, los jóvenes, las mujeres y los inmigrantes, sujetos sobre los que se cierne un futuro incierto y que se hallan inmersos en discriminaciones y exclusiones. Estratos, por tanto, que ya no cuadran en aquella división elitista aunque simplista, de clase estructurada en torno al «trabajo asalariado» y al «capital». Demasiado a menudo el proletariado, aunque también el pueblo entendido en su clásica categoría de nación, se ha enamorado del nacionalismo más que del socialismo. Así, lo que puede subrayarse es la aspiración moderna de Bookchin para la formación de un pueblo que sea capaz de ir más allá de los intereses particulares, incluso de clase, y oponerse a la «facciosidad» de los intereses obreros expresados de forma sectaria durante los años sesenta. Este pueblo puede emerger de los nuevos movimientos sociales que atraviesan transversalmente las viejas líneas divisorias de clase.
El proyecto municipal
El municipalismo debe basarse en la tensión existente y que se va ampliando entre localismo y nacionalismo estatal. Aquí, localismo tiene un sentido muy progresista, unido a la democracia de los comités ciudadanos, a las asociaciones, que en el pasado eran instituciones de democratización elementales en la vida pública.
Es preciso, por tanto, coordinar algunas de ellas dentro de la definición de municipalismo libertario. Primero son necesarias prácticas asamblearias a nivel ciudadano, resultando también importante, en segundo lugar, que estas asambleas hablen entre sí, o bien que se confederen; la tercera coordenada se refiere al descubrimiento de un sentido de la ciudadanía, es decir, de la asunción de los valores del humanismo, de la cooperación y del comunitarismo en la práctica cotidiana de la vida cívica. La municipalidad debe ser vista como un escenario sobre el que se desarrolla la vida pública en su forma más significativa, una representación en la cual los ciudadanos sean los protagonistas. Es esta una idea que se retoma en parte de la concepción de Ervin Goffman de la vida cotidiana. De esta forma, el redescubrimiento del hombre público pasa a través de las actividades sociales en el más puro espíritu helénico.
El proyecto municipalista se basa en el descubrimiento y la definición de un nuevo cuerpo político, el cuerpo político de la municipalidad. La participación, el interés por las cosas públicas y comunes y la activación política son elementos básicos del nuevo cuerpo político que de esta forma se reeduca y atiene a las decisiones comunitarias. Es necesario un sentido de comunidad en este esfuerzo de comunicación discursiva; pero la comunidad que se forma es muy diferente de la comunidad regionalista y estrecha en torno a uniones míticas o a lazos de sangre. Aquí la comunidad es una comunidad basada sobre los derechos, sobre el respeto de las diferencias en una heterogeneidad que está establecida; riqueza, equilibrio, innovación cultural, política y de procedimiento. Para evitar caídas y regresiones hacia el autoritarismo y hacia el comunitarismo fascista, son necesarios unos proyectos de confederación, interdependencia, ciudadanía y movilidad comunitaria. El «localismo» municipal puede no ser un elemento reaccionario antimoderno, con la condición que sepa enfrentarse y aceptar la dimensión universal y cosmopolita de los problemas económicos, ecológicos y políticos. Hay que pensar en una comunidad de comunidades en un «Municipio de los municipios». El conflicto entre localismo rural y el cosmopolitismo urbano que se generaba al aumentar la movilidad de las inmigraciones entre ambos mundos, ha contribuido a la definición de los conceptos modernos de democracia. Aún en los años treinta el conflicto obrero que se desarrollaba en USA no era únicamente el gastado argumento de un conflicto que se desencadenaba entre resistencia localista e inmigración urbana forzosa por parte de masas de inmigrantes que provenían de la Europa rural. Esto sirve para decir que movilidad y conflicto entre culturas rurales y urbanas a menudo han sido las fuerzas impulsoras del desarrollo social. Ahora que el antagonismo entre ciudad y campo, debido a la urbanización, corre el riesgo de desaparecer definitivamente, desaparecerá con él el muelle del desarrollo social.
Necesitamos una política sin partidos, la acción política debe liberarse del control de los partidos para volver a ser la expresión del cuerpo público, basada en el discurso racional, en la división del poder y en una actividad realmente participada. Desgraciadamente, en un período de crisis para los partidos y para su política, también los movimientos son los prisioneros de esta política organizada por los partidos. Estos parecen ser la máxima encarnación del bien común, los mediadores de los conflictos en el interior de la administración estatal. Es decisivo superar esta visión; el estado de los partidos debe ser sustituido por una red confederada de asambleas municipales dotadas de control sobre la economía territorial y sobre las políticas urbanísticas, fiscales, educativas y otras más.
Por último, el control municipal de la economía es el elemento central. La economía debe volver a ser controlada por formas sociales y políticas de las que se dote la sociedad. Hay que superar la privatización de la economía politizándola y disolviéndola en la esfera cívica. Democracia económica debe significar acceso libre y democrático a los medios de subsistencia, garantía de superación de las necesidades materiales, máxima reducción del cansancio, del trabajo de las fábricas y de la dependencia de la producción centralizada. En una realidad municipalista los medios de producción se integran en la municipalidad en cuanto a elemento material de la estructura institucional. No se trata de privatizar o nacionalizar la economía, sino de conducirla a la órbita de la esfera pública, debiendo formularla el conjunto de la comunidad.
El cambio que aquí se juega es el de la economía (eco-nomos) entendida como gestión, medida y cálculo de la casa/ambiente común (que ha sido la posición del economicismo marxista y liberal) a la ecología (ecologos) entendida como discurso sobre la casa/ambiente común más allá de los ambientes que pueden medirse y calcularse. El conflicto, que afecta a toda doctrina económica, entre los valores exclusivos de los bienes que reciben en el mercado y sus valores exclusivos –sentimentales o culturales– que cada individuo y la comunidad de forma discrecional otorgan a esos bienes, se resuelve, en el proyecto municipalista, totalmente a favor de los segundos. De esta forma, se hace claramente más necesaria e interesante la definición de un proyecto confederal, que vaya más allá del aspecto político-institucional para afrontar cuestiones de la gestión del poder y de los problemas derivados de la división social del trabajo.
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