Ignacio Martín-Baró
I
Acariciar con la mano, algo tan sencillo como pasar suavemente la mano por el rostro de una persona o por el lomo de un animal, es una acción de mucho más contenido que agarrar un cigarrillo, empujar una puerta o pulsar un botón. En la caricia se plasma, para bien o para mal, el ser del hombre. El mero movimiento de la mano, en contacto con otro cuerpo, deja de ser movimiento para convertirse en sentido. El hombre se zambulle en la caricia, proyectando en ella la palpitación de su ser. La caricia es una especie de test proyectivo psicológico, en la que el hombre deja estampados sus deseos, sus ilusiones, sus esperanzas, su persona.
La caricia va mucho más allá de la educación, de la cultura, de la técnica. La caricia llega a lo más íntimo del ser del hombre. Porque tan significativa puede ser la caricia del campesino analfabeto como la del intelectual sofisticado. Y si la caricia puede llegar a convertirse en técnica, ya en ésta su conversión está dejando impreso su sentido interno. Es una acción que traspasa los límites de su materialidad: la caricia no se puede reducir a movimientos y sensaciones nerviosas. El hondo eco que la caricia hace resonar en el hombre rebate todo intento de fisiologizarla.
En su más hondo sentido, la caricia no tiene otra definición que palabra. Sí, la caricia es palabra, es lenguaje. Lenguaje revestido de carne y modulado por el movimiento. Como la palabra, vibra, expresa, trasmite, pone en comunicación. La caricia alegra o entristece, pide o da, concede o niega, consuela o enfurece. No hay caricia que no despierte una reacción en nuestra interioridad, por más oculta o inconsciente que esa reacción sea.
Precisamente porque la caricia es palabra hecha carne, puede presentarse como monólogo o como diálogo. Algunos hombres tienen unas manos tan expresivas, que ellas solas pueden hablar, sin necesidad de más palabras. Muchos gestos de nuestras manos tienen este mismo valor de lenguaje. La caricia, siempre. Si la palabra es la estructuración sonora de ideas y sentimientos, la caricia es su estructuración táctil. La palabra se comunica por las ondas sonoras, la caricia se traduce en el contacto. Se diría que la caricia lleva en sí misma una vibración específica: no hay dos caricias existencialmente iguales. Al acariciar, el hombre se resume a sí mismo, se entrega de una forma total, aunque su entrega consista, precisamente, en una ausencia.
II
En una página de belleza admirable, nos cuenta Martin Buber (Between Man and Man, Boston, 1961, pág. 22-23) una experiencia de su infancia. Durante el verano, en la finca de sus abuelos, solía ir de vez en cuando al establo y con su mano infantil acariciaba el lomo de su caballo favorito. “Lo que experimentaba en contacto con el animal era al otro, la inmensa alteridad del otro… Sentía la vida a través de mi mano, era algo así como si el elemento de vitalidad traspasara mi mano… en una relación de tú a tú”. El caballo, al contacto con su mano, levantaba la cabeza, meneaba alegremente sus orejas. Pero, en cierta ocasión, el niño se volvió consciente del movimiento de su mano. Inmediatamente, todo cambió. Era la misma caricia, pero era algo distinto. Al día siguiente, al volver a acariciar el cuello del animal, este no levantó la cabeza.
Con palabras poéticas, Buber nos descubre una honda realidad de la caricia: se puede volver monólogo. Hay caricia, sí. Pero como que la mano se hace opaca. En la caricia-monólogo, el sujeto se vuelve consciente de que es su mano la que se mueve, es su mano la que acaricia. Expresión truncada, porque entonces la caricia no se dirige a nadie. Es una mano que sólo exige, que busca su sensación, que se recrea en sí misma. La caricia no busca al otro, no quiere trascenderse a sí misma: quiere el contacto para sí, y la vibración que debería caminar hacia otro ser, choca con la barrera de lo acariciado, que ya no es sino objeto. Un objeto que me hace sentir la aspereza o suavidad de una piel, de unos rasgos Y que, al despertar en mí una sensación, detiene a la caricia en el temblor de su propia superficie. No es cuestión de técnica; es asunto de intención. La otra persona ya no es un tú con el que se busca la comunicación, es un objeto al que se busca porque me causa placer. Como la palabra del que habla solo, cuyo sonido revierte hacia los oídos del que la expresa, la caricia-monólogo rebota en la piel como en pared opaca, dejando sumida la mano en una mera exigencia.
Caricia aduladora del que quiere conseguir algo. No da; pide. No se entrega; reclama. Es una caricia vil, una caricia interesada, que si palpa es para exigir.
Caricia egoísta.
Caricia falsa, sin temblor humano en su ser, que pretende disimular con su contacto el rechazo de la persona.
Caricia mentirosa que, en su opacidad, trasmite el alejamiento de quien teme mostrarse tal y como es.
Caricia autosuficiente que, en su venalidad, desprecia y escupe.
Caricia prostituida del amante sin amor, que con su presión arrebata sensaciones y placeres, haciendo del otro un instrumento ocasional.
Caricia pervertida del aberrante, idioma maquinizado, “esperanto” sin vida ni temblor de sufrimiento.
Si el hombre no tuviera con quien hablar, si toda su vida se redujera a un monólogo, el hombre se iría quedando poco a poco atrofiado, empobrecido. En la caricia que monologa, que no llega al ser del otro, las manos se van quedando vacías. Por exigir, ni dan, ni reciben. La caricia ya no es un mensaje, y si se entiende es como mensaje que no llega. Las manos se consumen en la vibración de un momento y su voz queda ahogada en un temblor de superficie. Tras la caricia del monólogo, el hombre se siente más pobre, menos hombre.
III
Durante mucho tiempo gozó de gran prestigio el “detector de mentiras” (esfigmomanómetro, neumógrafo o galvanómetro), que refleja ciertos cambios fisiológicos de una persona, relacionados con los cambios en su tensión emocional. La caricia es un detector perfecto del estado de una persona, para quien sepa leer en ella. Lo que pasa es que la interpretación de una caricia es algo inconsciente, y sólo asequible a la persona acariciada. Señal de que la caricia es algo más que el mero movimiento externamente visible.
La caricia adquiere la plenitud de su ser cuando se hace diálogo, es decir, cuando es el vehículo de comunicación entre dos seres personales; un yo y un tú, enlazados existencialmente en la vibración de un nosotros. En la caricia-diálogo, la mano como que pierde su materialidad y se hace transparencia. Se habla y se escucha, y el mismo hablar es ya un escuchar. Hay una comunión de dos seres en una misma palpitación. En la caricia auténtica se llega hasta la otra persona. La piel pierde su objetalidad y se hace susurro de amor.
En la caricia-diálogo la persona no es consciente de su mano, su intencionalidad trasciende la presencia de un contacto, para dirigirse directamente al otro. El otro, no como un objeto que me produce una sensación de placer, sino el otro en su alteridad, en su ser único e irrepetible. No es un mero contacto corporal, es un contacto total de dos personas. ¿No es cierto que en la caricia-diálogo algo vibra allá, en lo más hondo de nosotros mismos? Es una caricia que se hace silencios, una caricia que se borra como caricia, que desaparece como contacto, de la misma manera que sobran las palabras entre dos seres que se aman. Hay una presencia que empapa a la persona que dialoga con su caricia: la presencia del otro.
Caricia de compasión, de compartir el sufrimiento, en la mujer que acaricia la frente de su hijo enfermo.
Caricia transida de emoción, en el padre que revuelve el pelo rebelde de su hijo.
Caricia muda del ciego, verdadero acto de conocimiento, que es amor.
Caricia del encuentro tras largos años de lejanía.
Caricia del que presiona el hombro de su amigo, que sufre una desgracia.
¡Qué honda trascendencia humana en la caricia-diálogo! La mano que acaricia el rostro de la persona querida parece dibujar con sus dedos los rasgos de su ser. No hay placer en la caricia-diálogo. Placer meramente sensible, se entiende. Hay mucho más: hay comunión, hay palpitación de dos personas identificadas a través de su contacto. La caricia-diálogo adquiere una expresividad superior a la de la palabra. La felicidad, la plenitud que nos embarga, por su medio, indica que nos hemos puesto en contacto con una persona, y ese contacto nos ha dejado plenificados. La caricia-diálogo buscar dar. Pero su dar es ya un recibir. Por eso, la caricia auténtica enriquece, nos hace más hombres.
IV
Junto a la caricia-monólogo y la caricia-diálogo, la caricia superficial, la palabra intrascendente. Caricia que se hace al niño pequeño cuando no sabemos qué decir a sus padres. Caricia revoloteadora, que ni bendice ni acusa, ni pide ni da.
V
Caricia, palabra táctil humana hecha de sensaciones y silencios. Si el hombre conforma a la caricia según su ser, la caricia a su vez lo conforma a él. Vaciándolo o plenificándolo, pero siempre en una dialéctica sutil, que penetras hasta lo más íntimo de su realidad humana.
IGNACIO MARTÍN-BARÓ (Valladolid, 7 de noviembre de 1942 – San Salvador, 16 de noviembre de 1989) fue un psicólogo y sacerdote jesuita español, radicado en El Salvador, donde fue responsable del departamento de Psicología y Educación y Vice-Rector de la Universidad Centroamericana, que aloja el prestigioso instituto de opinión pública que fundó, el IUDOP. Autor de una docena de libros de psicología y comportamiento social, fue también un fino ensayista de temas literarios, psicológicos y sociales, que muestran una amplia curiosidad crítica por los temas de la cultura pop, el cine y la sexualidad. Para una lista completa de sus publicaciones en libros y medios periódicos ver: .
Publicación original de este ensayo: Martín Baró, Ignacio. Estudios Centroamericanos (ECA), Universidad Centroamericana, San Salvador, 1970, pp. 496-498.
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