Sólo soy verdaderamente libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, lo son igualmente. La libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es su condición necesaria y su confirmación.
Bakunin
La existencia de corrientes antiautoritarias ajenas al anarquismo (en tanto que ideología o en tanto que movimiento) no es un hecho nuevo. Desde las primeras resistencias al Estado, “como mentira y realidad”, la impugnación de la autoridad no ha cesado de engendrar formas diferentes de pensar y de vivir el antiautoritarismo, es decir: la libertad.
Lo sorprendente hoy no es que esta diversidad interpretativa y experimental de resistencia al Estado, a la autoridad en todas sus manifestaciones, siga renuente a definirse por una ideología y un Movimiento, el Anarquismo (con A mayúscula), que, contrariamente a lo que podía esperarse por la acumulación de pruebas teóricas y prácticas en contra, no renuncia a considerarse esencialmente como “un sistema de valores”[i], sino , que los anarquistas no saquen de esta renuncia las conclusiones que se imponen: que ni la ideología anarquista es el súmmum del pensamiento antiautoritario, ni el Movimiento anarquista ha sido y es en la praxis el más consecuente de esa resistencia al ideal de Estado –en el seno de la sociedad y en nosotros mismos. En efecto, el cuestionamiento más radical del Poder y del Orden proviene actualmente de individualidades y grupos independientes, generalmente marginados de la vida política y sindical, que cuestionan inclusive la ideología en tanto que tal, y que, en consecuencia, rechazan la sistematización de la libertad erigida en Doctrina.
Desde principios de los años 60, y todavía más desde mayo del 68, asistimos al desarrollo de un vasto proceso de “contestación” del autoritarismo implícito o subyacente en las Ideologías y en los Movimientos que se habían dado por fin la construcción de una sociedad sin clases, sin Estado, sin explotados ni explotadores, sin dirigentes ni dirigidos. No es de extrañar pus que este proceso de impugnación del autoritarismo (que no quiere reconocerse y definirse como tal) ahonde el abismo que separa las nuevas corrientes antiautoritarias (que no sólo no se consideran “sistema de valores” sino que ven en todo sistema una limitación de la libertad y una fuente de sectarismo ideológico) de esa vieja concepción (y práctica) del anarquismo como Ideología y Movimiento.
Pues si bien es cierto que en ese vasto campo del antiautoritarismo teórico y práctico actual pululan pájaros de muy diversos colores y hasta algunas que otras aves más o menos rapaces, con pretensiones y actitudes igualmente sectarias y dogmáticas, no es menos cierto que en el seno del Anarquismo con A mayúscula (es decir: el Anarquismo “oficial”, con sus Federaciones nacionales e internacionales exclusivas, sus rituales orgánicos, sus anatemas y expulsiones, etc.) el “sistema de valores” en vigor ha pervertido la noción misma de libertad, que es indisociable del derecho a la disiden.
Haciendo del anarquismo un “sistema de valores” (contrariamente al concepto de libertad bakuniniano) se llega fácilmente a la institucionalización de un Anarquismo autoritario: tan nefasto como a su manera lo son el Anarquismo folklórico y el Anarquismo demagógico.
Contra el anarquismo autoritario
En los momentos en que la disidencia (y su represión por los aparatos de partido y de Estado) se ha convertido en el fenómeno político (y revolucionario) más generalizado y más característico de nuestro tiempo, provocando en el seno de los Movimientos marxistas una crisis sin precedentes, el aberrante Anarquismo autoritario se encierra todavía más en sus viejos y anquilosados “reductos orgánicos” y no encuentra otro enemigo al que dar la batalla que el “enemigo interno”: todo aquel que no se resigne al entierro del anarquismo por aquellos que, al convertirlo en Doctrina y al reducirlo a unas siglas y a una bandera, lo mataron.
Como las demás ideologías, el anarquismo devenido ideología aspira al absoluto y a ser verdad universal, contradiciendo sus orígenes y su razón de ser: pensamiento y praxis de la resistencia al autoritarismo de los otros y al nuestro propio, medio para la anarquía (relaciones humanas sin autoridad) y no fin en sí mismo, porque entonces se convierte en vía única, en dogma, en Autoridad.
Aunque parezca una perogrullada, hay que reconocer que el principal enemigo de la libertad no es el autoritarismo de los otros sino nuestro propio e inconfesado autoritarismo. Sobre todo cuando uno se cree el depositario, el guardián y el representante más cualificado de la ortodoxia. Y ¿cómo concebir una ideología sin ortodoxia, sin guardianes de sepulcros?
Sin remontarnos a los múltiples resbalones autoritarios de un Bakunin, con sus referencias a una “disciplina de hierro” o a una “dictadura invisible” , ni a sus sociedades secretas que debían ser “el motor de la revolución” (Bakunin, al menos, fue toda su vida un luchador, un revolucionario consecuente con la rebelión), y sin hacer hincapié en la “ejemplar” experiencia de la participación gubernamental de los anarquistas españoles durante el periodo de la guerra civil, la tenaz persistencia del sectarismo ideológico (exteriorizado como signo de “pureza”) en las relaciones entre los grupos anarquistas (con siglas y banderas) es un irrefutable testimonio de la existencia de este aberrante y nefasto anarquismo autoritario que confunde libertad con exclusividad, y anarquía con poder “orgánico” (sobre la Organización).
Creo llegada la hora de pronunciarse por un anarquismo antiautoritario, para la anarquía y no para el Anarquismo (secta, torre de marfil o grupo de presión), porque actualmente, como dice Fernando Savater, “la distinción rebasa en importancia el simple juego de palabras o la sutileza escolástica”, y porque, además, Anarquismo (con A mayúscula) suena hoy “indefectiblemente a uno de esos métodos o caminos políticos, más o menos constituidos, que se concretan en ‘partidos’, de los que uno ‘es’ o ‘puede hacerse’, en los que uno se ‘encuadra’ o en los que se ‘milita’, hasta el día feliz en que lleguen a triunfar y prevalecer sobre los restantes”[ii].
Contra las certezas y los mitos
Hoy, el problema crucial para el anarquismo es el de la impostura, el no ser (efectiva y consecuentemente) un anarquismo antiautoritario, antidogmático, antidemagógico y antiburocrático. El no estar abierto a todas las corrientes y a todas las praxis antiautoritarias. El no haberse liberado de ídolos y de complejos de persecución. El no saber vivir sin dioses ni amos. En otras palabras: el no ser verdaderamente un movimiento (con m minúscula) de reflexión y praxis antiautoritarias, para la anarquía y no su propia negación.
Para defender el anarquismo autoritario se invoca el “peligro reformista” (¡como si el momificarlo fuera su salvación!) y se inventan miles de pretextos para presentar a los que lo repudian como contrarios a la organización de los anarquistas, cuando a lo que son contrarios, a lo que se oponen es a la Organización (con O mayúscula) que no tolera la discrepancia, la diversidad, la espontaneidad y el pensar y actuar en base a nuestro propio entendimiento. Más peligroso que el “reformismo” es el inmovilismo. El primero sólo ador-mece o engaña al funcionar como espejismo. El otro, en cambio, paraliza y conduce inevitablemente a la muerte. Y en cuanto a los otros pretextos, todos sabemos ahora que el dilema no está entre la espontaneidad y la organización sino que el verdadero problema a resolver consiste en encontrar una forma de organización que no combata, que no mate la espontaneidad, que se nutra de ella y la defienda como algo esencial para la conquista de la libertad: la nuestra y la de los demás. El dilema está en organizar la lucha contra la muerte sin sacrificar la vida, en afirmar ésta sin mutilarla de lo único que la hace digna de ser vivida: la libertad; pues sin libertad tampoco hay conocimiento.
No se trata de defender el individualismo a ultranza, el marginalismo total, la evasión social o el gamberrismo, que, además de que no resuelven el problema que plantea el autoritarismo ni sirven tampoco para hacer emerger y defender reales islotes de libertad en este universo dominado por la racionalidad autoritaria, constituyen otras tantas trampas para caer en las certezas tranquilizadoras y en los mitos desmovilizadores. La más peligrosa de todas las certezas es hoy la certeza de estar en la “justa línea”, de poseer los derechos de propiedad (de exclusividad) de la Revolución, sea ésta de izquierda o de derecha, marxista o libertaria.
Si no queremos caer en la impostura que reprochamos a los demás (sobre todo a los marxistas, que en nombre del Socialismo han construido gulags y avalado toda clase de moncloas con el capitalismo occidental) debemos pro-clamar bien alto que el anarquismo, tal que nosotros lo queremos, no existe en ningún lado, y mucho menos codificado en una declaración de principios o en unas normas orgánicas, que, además, son (al parecer) intocables.
Pese a la tenaz persistencia de los viejos topos ideológicos (como por ejemplo el de “la lucha de clases como motor de la historia”, para los marxistas, y el no menos célebre “anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía va la historia”, para los libertarios), que tanto en el campo marxista que en el anarquista han servido y sirven de último soporte y consuelo para una fidelidad doctrinal cada vez más endeble, hay que rendirse a la evidencia y reconocer que el anarquismo y el socialismo (con libertad) aún están por inventar, que todas las teorías y proyectos elaborados hasta el presente sólo son válidos a título de aproximaciones, de tentativas de explicación y de realización, y que todo el mundo puede y debe contribuir a esta invención; pues tanto el anarquismo como el socialismo sólo alcanzarán su plenitud cuando sean capaces de expresar y resolver las inquietudes y los problemas de todos los seres humanos.
Las certezas y los mitos siempre han conducido a la humanidad al despeñadero. La historia está llena de ejemplos aleccionadores al respecto. Toda certeza acaba inevitablemente convirtiéndose en escolástica, condenando y persiguiendo la herejía y, al final, perdiéndose entre los montones de “verdades” y vanidades que la innovación ha vuelto caducas.
Por un anarquismo abierto, libre y fraternal
Si para los comunistas era justificable la estrategia de la sospecha y la caza de brujas en los tiempos en que había una deificación de Marx, un culto de Lenin, una sacralización de la experiencia soviética y un hechizo bajo la magia de Stalin, para los anarquistas -que no reconocen ni dioses ni amos- no puede serlo en ningún momento. Y menos ahora que los propios comunistas occidentales, los eurocomunistas, aceptan la disidencia –aunque un tanto forzados por las circunstancias, es verdad.
El anarquismo, si quiere verdaderamente ser para la anarquía y aprovechar ese “cambio de mentalidad” que, en España y otras partes, ha permitido el desarrollo de “este tipo de movimientos que ataca a las estructuras de la vida cotidiana, de la tradición de la familia, de la iglesia, de todas esas cosas, que es por donde hay mucho que hacer y donde hay gente que ya vive, o intenta vivir, de una manera diferente”[iii], debe ser un anarquismo abierto, libre y fraternal, que no haga de la sospecha una estrategia[iv], de las siglas un coto cerrado y de la libertad una palabra vacía de contenido –sobre todo, el fraternal.
Si el anarquismo (particularmente el español) sigue pretendiendo proyectarse a través de un movimiento de masas debe buscar o dejar que la iniciativa y el impulso vengan siempre de la base, de los individuos, de las masas. Debe estar abierto a todas las nuevas corrientes antiautoritarias que no estén encaminadas a obtener del Estado una determinada concesión sino a despojarlo de su poder en un punto determinado, concreto y alcanzable ya hoy. Debe servir para unir, en el más total respeto de la diversidad de las corrientes, de las opiniones y de las conductas, a todos cuantos hagan de la resistencia al ideal del Estado su ideal y su praxis cotidiana.
Después de tantos extravíos, de tantos errores y fracasos, ¿quién puede todavía osar reivindicar en exclusiva la verdad? Es cierto que, como el marxismo, también el anarquismo considerado como “ismo”, como doctrina, ha dispensado a muchos de pensar, creyendo poseer la brújula que les permitía encontrar en toda circunstancia el Norte. Pero esta actitud religiosa (“la verdad nos ha sido revelada en las Escrituras”) del militante convencido, del Militante con M mayúscula y pañuelo distintivo al cuello, ya no es posible sin caer en el más grotesco ridículo.
Nos encontramos inmersos en un contexto geopolítico que vuelve más vanas que nunca las veleidades de este tipo y que constriñe, a todo grupo o movimiento interesado en inventar otra realidad que la que vivimos, a que ésta sea una audacia histórica: tanto en sus análisis como en sus praxis. Si el deseo es verdaderamente cambiar la actual realidad y que la nueva no sea una retórica revolucionaria (con o sin etiqueta libertaria), no hay que contentarse con una “plaza” en el espacio político destinado a la Oposición.
Así pues, la audacia puede consistir hoy en reintroducir, en el interior de los grupos revolucionarios (y más si se dicen libertarios), la práctica de una crítica y de una acción cotidianas sin discriminaciones, sin anatemas o petulantes paternalismos. En dejar un poco de lado la fácil denuncia ideológica del Estado, el Capital, la Religión, los Partidos, etc., y tratar de comprender lo que hay aún de tentador en la tentación autoritaria, para explicar por qué el autoritarismo recluta en tan gran número y por qué aparece y reaparece en el interior mismo de los discursos y las praxis (individuales o comunitarias) que pretenden negarlo y combatirlo.
Si no somos capaces de tamaña audacia, no nos extrañemos los anarquistas de que, todo y habiendo conservado más o menos intacta la virginidad revolucionaria, el anarquismo, en tanto que ideología, sea cuestionado tanto como lo son las ideólogas autoritarias, y, en tanto que movimiento, no logre atraer ni asumir plenamente ninguna de las grandes corrientes de la disidencia y de la contestación antiautoritarias actuales.
[i] Del “Documento programático de los Grupos Anarquistas Federados”. Los GAF constituyen la más joven, la más pequeña y la menos ortodoxa de las tres Federaciones nacionales del moviendo italiano.
[ii] Fernando Savater, Para la anarquía, Tusquets Ed.
[iii] Como lo define Carlos Semprún Maura en una entrevista que le hicieron los amigos de Ajoblanco, aunque no estoy de acuerdo en atribuir, como él lo hace, a la CNT la responsabilidad de haber “barrido y frenado” este tipo de movimiento. Me parece que es una excusa pueril el afirmar que “los rebeldes y marginados –como queramos lla-marlos- antiautoritarios, que se han hecho la ilusión de que en la CNT podría hacer algo”, no lo han hecho porque “en vez de organizar actividades, se han pasado la vida organizando la organización”. Todos sabemos que los que han querido (de ver-dad) organizar actividades, si no han podido hacerlo dentro de la CNT lo han hecho fuera. Que se diga que la CNT no las ha favorecido, de acuerdo; pero, hacerla responsable de todas nuestras insuficiencias y de nuestra pusilanimidad des, además de excesivo, lamentable: ¡los “rebeldes y marginados” necesitarán todavía un tutor…!
[iv] Como la FAI parece querer hacerlo hoy, si nos atenemos a las declaraciones públicas de “uno de sus principales dirigentes” (Juan Ferrer, en la revista Cambio 16, del 25 de junio de 1978, “sospecho que se está creando una especie de euroanarquismo con la finalidad de ‘desmontar’ a los actuales grupos anarquistas “) y si observamos ciertas prácticas de “limpieza orgánica” patrocinadas por determinados grupos específicos (FAI) en el interior de la CNT.
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